domingo, 1 de febrero de 2015

El Abandonado.

Tres meses harían cuando el Sol abrazase el campo verde grisáceo con el último brazo de su día. Las primeras dos semanas habían pasado lentas, tediosas, aburridas y extraordinariamente infernales. El resto de semanas transcurrieron obviadas para el cerebro de Pregunta. La escasez de comida y de bebida, la suciedad corporal y espiritual y la falta de luz exterior habían procurado minuto tras minuto destruir al máximo su integridad. Y lo consiguieron. Pregunta había sentido cómo su ser le abandonaba,  y por sentirse, ya no se sentía ni corporal. No tenía ni extensión. A las semanas de reclusión, sentía la vividez de su cuerpo desintegrarse, deshacerse de él, abandonarse, la atmósfera asesinaba poco a poco la escasa vida que habitaba bajo cada uno de sus poros, y el resultado fue un dramático tono marrón y gris que pintaba su piel. La mugre ocupaba los interludios de sus uñas, manos, pies y párpados. Los ojos no le brillaban ya si quiera, y cualquier sensualidad y sedosidad que formase parte de su rostro había sido reemplazada por grietas, que, de ser más grandes, habrían sido la piel de un elefante. La rugosidad y la suciedad eran ahora atributos mayores de su apariencia. Por no hablar del pelo, directamente inexistente. Lo que antes fuera una larga melena, ahora era puro polvo en el aire. Sólo unos pequeños y duros pelos grises intentaban crecer de entre tanta calvicie, y por mucho que aspirasen a tocar el cielo, acababan cayendo al  suelo. Su fuerza muscular, como muchas otras cosas, había abandonado ya su cuerpo, dejando tumbado en el suelo de una celda mugrienta, costrosa y sucia, a un lánguido, pálido y moribundo ser humano, roído hasta la médula por el paso del tiempo y por la falta de luces solares y lunares. Un despropósito de la existencia, que bien se podría haber confundido con un harapo destrozado. Nada lejos de la verdad, pues eso era, solo que en humano. Si se le podía calificar como tal ahora. Era el ejemplo perfecto y muy llevado al extremo del paso del tiempo y envejecimiento penoso, solo que aún era joven. Alguna parte de él, aún era joven.

Pero la mente era peor. Su inconsciencia había sido exhaltada, su mente, como su cuerpo, decidió abandonarle. Por completo. Era, a nivel mental, un ser inerte, vegetativo, ensuciado,  perjudicado, desnutrido, gris, abandonado, moribundo e inválido. El estar y el no estar no se podían ya ni diferenciar en tan neutral esperpento, que, como ya os he dicho, llevaba tres meses encogido en una celda, sin ninguna fuerza ni vitalidad en él - o mejor dicho, ello - , apoyado de mala manera en una esquina de la celda a la que le habían confinado. Ni vivo, ni muerto del todo, pero sí muy inerte.

Los esclavos del Reino, y por esclavos me refiero a los sumisos del Reino, nobles, caballeros y ciudadanos que, como rebaño, miraba donde señalaba el dedo del pastor. Del Rey. Ellos tenían la responsabilidad de ésta inutilidad en Pregunta, de éste estado en el que se encontraba. Habían pensado de manera muy primitiva y radical, que si bien el hombre no quería poner sus cualidades y su ser al servicio del Reino, bien podría perder sus cualidades y su ser. De manera muy poética, acabaron los sumisos hablando de lo apropiada que era la nueva casa y cuánto mimetizaba Pregunta con la celda en la que estaba, pues los dos parecían piedra, sólo que Pregunta parecía piedra más antigua y más rota.

Aunque no supiese qué pensaba, qué lucía, afuera o adentro, algo si que notaba. Aunque no pudiera hacer nada al respecto, si hacían algo con él, lo sabía. Y eso era lo peor de todo. Le habían hecho olvidar sus principios, le habían hecho comer carne, le habían hecho olvidarse, le habían hecho ver cómo azotaban a su yegua, a su querida yegua... Una llama quedaba encendida en él. Lucía débil, quemaba lento, pero no perecía.

La voluntad.

Aún sentía cierta furia, cierto instinto de venganza y de justicia que intentaba derrotar a los vientos de la inutilidad para exteriorizarse. Necesitaba fuerzas. Necesitaba...

- Levántale. - dijo una voz rasgada. La voz hacía eco en las paredes de piedra. El ambiente era húmedo.

- ¿Esta celda? - respondió otra voz, un poco más angustiosa y aguda. Chillona.

- Sí, coño. ¿Cada vez los hacen más retrasados? ¡Joder!

La voz primera le era familiar. Sonó un golpe, que resonó con disimulo en la estancia. Pregunta despertó levemente del sueño - o pesadilla - que le reinaba, y una angustia le recorrió el inmóvil cuerpo. ¿Dónde estaban sus cosas? ¿Cómo Respuesta? ¿Sus notas? ¿Qué venían a hacer ahora? ¿Que parte de él iban a asesinar ahora? ¿Qué atributo suyo venían a mutilar?

Y es que poco a poco, le habían aniquilado. Por fuera, por dentro. Había llegado el punto en el que, el dolor, con sus  duras y rugosas manos, había agarrado la garganta de su cordura, y había estrechado, y estrechado, y estrechado, hasta que no hubiera podido más. Y cuando no pudo más, coincidió con el instante en el que había visto cómo quemaban a Respuesta, cómo la azotaban, y cómo habían hecho que un gigante de metros y cuarto, borracho hasta la médula, la violase, mientras recogían dinero en un recipiente cóncavo, que permanecía en el suelo bajo un cartel lucrativo que rezaba: El Gigante y la Yegüa, un amor que prevalece. Pregunta recordaba estar entre un cúmulo de gente que gritaba, que lloraba de la risa, que lanzaba botellas de cristal y verduras varias al pobre animal. Recoraba estar sujeto por dos hombres armados y con vestimenta de guerra, entre todos esos diablos, que con tal crueldad gozaban. Recordaba cosas poco nítidas, risas confusas y chillonas, risas histéricas, y los gritos de dolor de la yegua violada por aquél brutal mastodonte, nada humano. Eso lo recordaba nítidamente. Demasiado nítido. Demasiado doloroso.

Fue en ése momento, en el que los ojos de Pregunta decidieron dejar de ver. Parte de Pregunta se había automutilado, curado contra tan cruda realidad. Inconscientemente, quiso asesinarse, a él y a su percepción. Los pájaros ya no cantaban, las hojas de los árboles ya no cuchicheaban entre ellas, ni los hierbajos, ni arbustos. Los arroyos  ya no silbaban cerro abajo, las montañas se negaban a ser ellas y se habían convertido en mustia arena. Las olas ya no mareaban, y seguían todas una dirección común, mar adentro, no a la orilla. La existencia de Pregunta y su manera de ver el mundo ya no cantaba y cabalgaba, si no que lloraba. Y Pregunta no se sentía en sí, y ni dolor ni alegría habitaban sus días. Los tres meses que concluirían ése mismo día al desfallecer el Sol le habían dejado vacío. Completamente vacío.

Aun así, Pregunta, totalmente pasivo y sin capacidades de reacción, en ése mar de estímulos desenfocados y confusos, esperaba, al menos, oír noticias de Respuesta. Sólo quería saber de ella. No sabía para qué, pero su cuerpo se lo pedía como el comer. Quizás Respuesta fuese lo único de Pregunta que seguía vivo. ¿Pero seguía viva sólo en su interior? ¿Había finalizado la vida real de lo único que permanecía en él?

Se sintió alzar. Se sintió cogido en brazos. Sintió dos gotas caer en su cara. Sintió sentarse en algo que se movía. La luz que se había negado a ver, dolía en la oscuridad de sus cuencas. Se sintió alzar de nuevo, y sentar de nuevo, en algo estático ésta vez.

Escuchó, de mala forma, una conversación. Lo que afuera era un amanecer morado y naranja, Pregunta reconocía como una noche sin estrellas. Sólo voces y un murmullo del viento.

- ¿Crees que es suficiente? - preguntó uno. - ¿Es ya lo suficientemente vulnerable?

- Sin duda. - respondió una voz que había escuchado antes. - Le podrías decir que cogiese un cuchillo y rajase a su querido animal, que se duchase entre los restos del cadáver, que mease sobre ellos y luego lo comiese, y estaría tan dispuesto como ahora. ¡Já! Mírale. No te costará ver la realidad en lo que digo. - al hablante le debía parecer extremadamente divertido eso que contaba. Soltaba risotadas y alaridos de satisfacción personal y diversión. Era una voz que se jactaba de su crueldad, con una tonalidad extremadamente oscura.

- Hazle caso. - dijo la voz del pasillo de piedra. - El chico sabe lo que dice.

- Está hecho, entonces. Mañana mismo pondré en prueba eso que decís. Me viene genial éste suceso, justo ayer tuve que matar a mi último bufón. El subnormal tuvo la idea de camelarse a la joven que calentó mi cama mientras estabamos aquí. - dijo la voz que había hablado primero.

- ¿La que sangraba y lloraba como una niña de 8 años? - interrumpió otro.

- La misma. Solo que tenía siete. - respondió el primero.

Carcajadas.

- Bueno. - el otro había decidido continuar con el humor, con respiraciones forzadas entre tanta risa - Mañana ya tendréis nuevo entretenimiento. Alimentadle bien y podrá mover el cuerpo. Su voluntad individual es ya inexistente. Es una marioneta viviente. Pobrad lo que os hemos dicho. Hacer que se bañe y se coma a su yegua. - siguió riendo.

-No dudéis. Así se hará. Estoy pensando en hacerlo una representación que alimente el espíritu del pueblo. Puedo figurármelo. Gente especulante, acumulándose para ver el gran festival, el gran acontecimiento. Riendo. Cantando. Vitoreando a medida que el hombre mata y come a la bestia. Haré de ello una pequeña obra de teatro. Se llamará: El Hombre que se enamoró de una Bestia y tuvo que acabar con ella. Tendrá un final feliz.

Cuatro figuras estaban sentadas bajo el amparo de un ciprés desnudo a medida que el Sol alcanzaba a abrazar el paisaje con su último brazo. La noche comenzaba a reinar, y tres  de las figuras reían con sorna. A más no poder. Al unísono. La otra figura permanecía inmóvil, inerte, apoyada en la dureza de las rocas,  sin decir ni hacer nada.


jueves, 14 de agosto de 2014

Arderás.

Le sorprendió ver a Sar Taan vestido de tal modo, y la iluminación escasa, ligera y parpadeante aumentaba aún más el factor sorpresa. Cualquier otro habría saltado del susto, habría sentido las garras finas y mortíferas del miedo acariciándole con suavidad frenética espalda abajo, pero Pregunta sólo sentía curiosidad. Sin duda, tal escenario merecía ser escrito en otra de sus notas de memoria. Presentía que había más hombres, y quizá también mujeres encapuchados en el salón totalmente irreconocible de la taberna, que evocaba la imagen de una reunión clandestina de brujos y brujas en un sótano de algún castillo en la era medieval. De momento sólo había contado doce personas, pero estimaba que el número podría elevarse hasta llegar a veinte, quizás veinticinco. Esperaba que no subiese hasta treinta.

Los encapuchados estaban dispuestos en círculo al rededor de una mesa con un mapa arrugado del Reino de Oriente sobre él,  y aguardaban en tensión y silencio al más mínimo movimiento o sonido. 

Ninguna de las dos ocurrió hasta después de un rato, después de que Pregunta hubiese evaluado todo lo que podía ser analizado de la estancia y la situación.

Contó no más de dieciséis velas en total, dispersas por todo el salón sin seguir  un orden ni patrón significativo. 

Por el pesado silencio que rellenaba la estancia de una tensión que hacía que Pregunta se sintiese cómodo, y por los rasgos de enfado, furia e indignación que se dejaban entrever entre las capuchas, la oscuridad y la luz amarilla de las velas, Pregunta intuyó que no iba a ser una reunión agradable, ni amistosa. Inmediatamente pensó en la seguridad de Respuesta, y después pensó en la suya. La noche había caído hace un rato. Reparó en que, para su suerte y para la posible desgracia de los encapuchados, aún tenía un par de dagas escondidas; una bajo la axila izquierda, otra sobre el tobillo izquierdo.

Miró fijamente a cada uno de los ojos ocultos de los rostros encapuchados, y, a primera vista, no conocía a ninguno. Solo a Sar Taan. Una oleada disimulada de satisfacción recorrió con cautela el orgullo de Pregunta: su instinto y capacidad de desconfiar de la gente ''con contrastes'' era acertada. Y Pregunta adoraba acertar.
Dirigió su mirada victoriosa hacia el dueño de la taberna, que, vestido con una vieja armadura y una espada larga atada al cinto, dejaba claro que no era sólo un tabernero. Todo parecía tener sentido. Músculos fuertes y prominentes a pesar de la vejez, expresión endurecida por las arrugas y cierto encanto rural que podía resultar amenazador. Parecía obvio que el viejo y débil dueño de la taberna también era un mercenario retirado en sus ratos libres. Un mercenario que alguna vez había sido peligroso y letal.

''Duda.'' recordó Pregunta, y se sintió satisfecho. Su satisfacción le impulsó a ser el primero en dar por comenzaba la presunta reunión.

- Vaya sorpresa, Sar Taan - dijo Pregunta, con una sonrisa que insinuaba intenciones pacíficas. - No sabía que hoy era mi cumpleaños.

- No te sorprende en absoluto, cobarde - asestó el viejo mercenario, haciendo caso omiso del comentario burlón de Pregunta. Sus palabras habían dejado de ser inofensivas e inocentes para convertirse en una especie de mordedura que arrancaba los nervios de la piel.

Pero Pregunta, en toda su reflexión, calma y pensamiento, era mucho más que los mordiscos de amenazas e insultos gratuitos.

- ¿Cobarde? - cuestionó Pregunta con inocencia - ¿De qué huyo y no me he enterado?

Pregunta sabía jugar a la palabra.

Uno de los hombres encapuchados que se hallaba sentado se alejó de la mesa con un ruido chirriante de madera contra madera, que indicaba rabia por sí solo, y se dirigió al fondo derecho de la estancia, cerca de las escaleras que bajaban a las supuestas estancias de Sar. A saber qué tenía el viejo ahí abajo. No quiso saberlo.

Con dificultades visuales logró Pregunta dilucidar cómo el hombre que se había levantado tan ruidosamente y había abandonado el círculo del enfado cogía lo que parecían ser un montón de papeles de forma rectangular y tamaño mediano. La silueta, alta y esbelta, se acercó a Pregunta, y mirándolo con rabia a través de unos ojos vidriosos y marrones, entregó los papeles a Sar Taan,  no sin antes agarrar uno de ellos con fuerza entre su palma y estamparlo ofensivamente contra el pecho de Pregunta, que intentó disimular un tambaleo. 

- Cobarde y traidor - corrigió enfurecida la voz extremadamente grave y gutural del hombre encapuchado. Soltó un gruñido y se volvió a sentar.

Pregunta se rio sin disimularlo muy bien. El hombre alto y enfurecido le recordaba más a un pitbull gordo y musculado que a un hombre. Intentó deshacerse de la risa bajando la mirada hacia el papel que había recogido de su pecho con la mano, y lo leyó atentamente mientras Sar Taan lo recitaba para él, con más enfado aún por no atraer su atención.

´´Su Esplendor, el Rey de Oriente, ruega directamente, ya que la urgencia lo requiere, a todo hombre con capacidad, voluntad y amor por su Reino que acuda a Ciudad de Oriente para formar el ejército con nombre ´´La Resistencia al Dragón´´, en pos de derrotar la amenaza que asola más inminentemente nuestros cielos, nuestros hogares, nuestras vidas, a vuestro Rey y a su Reino. Cualquiera que pretenda escapar de su obligación para con el Reino encontrará la muerte en las llamas. Si no vienes a Oriente, Oriente irá a por ti, y no correrás mayor suerte que la de nuestro enemigo alado.´´

Abajo sólo había un sello del mismo color negro de las letras de la carta, que verificaba el emisor del urgente mensaje.

La expresión de Pregunta se endureció, no por la supuesta amenaza del dragón, si no por lo vanal y repugnante del mensaje. Se preguntó si el Rey estaría en primera fila de batalla. Se preguntó si mandaría a todos los miembros de su valiosa estirpe al encuentro con las llamas. Recordó su sueño sobre la ciudad vencida por el fuego  y las cenizas, y no pudo evitar estremecerse un poco. Pensó en todo lo que le ahuyentaba de luchar junto al Reino, y eso habían sido los hombres del Rey. Sus caballeros. Sus motivaciones. Sus ideales. Sus pensamientos. Matar, matar y matar a todo ser vivo y puro que halla. Y fuera de Ciudad de Oriente, todas las ventajas, riquezas y beneficios de pertenecer a un Reino poderoso brillaban por su ausencia. Fuera de Ciudad de Oriente todo era decadencia. Pero aún así, un Rey que no había luchado por él jamás, le pedía ahora con urgencia que hiciera algo que no le gustaba por el Reino al que le debe la vida. Matar, matar y matar.

´´Jamás vuelvas a comer animales. Nunca mates a uno. Jamás dejes de amarles. Ellos entienden tu alegría y tu sufrimiento, porque aman y sufren igual. Si alguna vez dudas, mira a cualquiera de ellos a los ojos, y jamás necesitarás de esta nota otra vez.`` Recordó.

Y pensó que aún podía salirse con la suya.

- Bien, espero que el Reino encuentre a sus hérores - dijo, con desgana, e hizo el amago de irse por donde había venido.

El brazo del viejo mercenario le agarró fuertemente por el hombro. Su voz sonó peligrosa. Lo suficientemente peligrosa como para que Pregunta tensase los puños y se preparase para coger las dagas si  era necesario.

- No tan rápido, chico. No te creas que no sé qué eres. No te creas que no sé lo que escondes. Todas esas armas, tan bien elaboradas, tan peligrosas. Vistes como un matadragones. Andas como un caballero matadragones. ¿Me vas a decir que eres un inocente chiquillo viajero esperando que me lo crea? ¿Que viajas en una yegua fortalecida porque un burro es demasiado lento? ¿Crees que no veo en ti lo que busca el Reino? - el tono amenazante ascendía por momentos - ¿Crees que puedes ir por ahí aireando unas pintas amenazadoras y aún así eludir tu deber? Eres lo que el Reino pide a su lado. Eres lo que ahora todos necesitamos. ¿Acaso eres el demonio? ¿Acaso tu ignorancia y vanalidad te han cegado y sólo te importan tus pasos y tu yegua y lucir brillante como el sol a mediodía?

La indignación del viejo sorprendió a Pregunta, pero no lo suficiente como para darse por vencido, ni lo fueron los coros de ánimo y vitoreo que surgían desde las oscuridades de la taberna.

Pregunta respiró hondo.

- Mire, Sar Taan. Si tanto quiere matar a un dragón, parta de inmediato hacia Oriente. Si tanto se siente unido a su Reino, luche por él. No voy a pelear una batalla que no es mía. No voy a arriesgar mi vida por algo que otro quiere que haga por él. Si el Rey quiere a hombres que hagan por él el trabajo sucio que su culo gordo no puede acatar, un mercenario sediento de muerte como usted sería el trozo de carne perfecto que sacrificar.

- ¡Traición! - gritó un hombre desde el fondo de la oscuridad.
- ¡Cobarde! - exclamó otro.
- ¡Farsante! - dijo al unísono  una mujer.
- ¡Desalmado! - añadió otra.

De repente, millones de voces se alzaron en su contra, pidiendo su muerte, insultándole, deseando ver cómo su sangre hervía ante el fuego de su furia. Y toda la rabia y el odio que sentían hacia él podía respirarse en lo cálido del aire, en la sangre que hervía a fuego lento a lo largo de todas las venas del hombre al que acusaban de traición y desobediencia.

<<No es desobediencia- pensó Pregunta para sus adentros- es originalidad, y principios>>. Cuando el exterior albergaba un ruido alarmante y estridente, dentro de su cabeza había una calma y silencio dignos del espacio.

Los insultos siguieron, pero Pregunta hizo caso omiso a ellos. Se dirigió al establo para salir con Respuesta de allí ésa misma noche.

De nuevo, la mano del mercenario le agarró de nuevo por el hombro, cuando Pregunta se hallaba de espaldas. Al girarse, vio a todos los hombres y mujeres encapuchados tras Sar Taan, con los puños cerrados entorno a sus armas.

Sar Taan alzó la voz de nuevo, ahora más calmado, suspicaz, cauteloso, dañino.

- No lo dudes. Yo lucharé. Ellos lucharán. Y tú, lucharás con nosotros.

Hubo un silencio. Pregunta supo que aún no había terminado de hablar.

- Escucha. ¿Crees que no he visto todos esos libros tuyos? ¿Crees que no te he estado observando? ¿Cómo admiras la naturaleza que te rodea y las criaturas en ella? ¿Crees que si no hay hombres jóvenes como tú en nuestro ejército tendrás alguna posibilidad de ver esas cosas que amas de nuevo, incluida tu amada yegua? Nunca había conocido un hombre que ame tanto a su yegua como para dormir junto a ella. ¿Crees que si no derrotamos al dragón, chico, ella, tú  y todos esos bosques y animales que adoras no arderán junto a nosotros? - hubo un silencio - Piénsalo.

Pregunta reflexionó. ''Duda.''

- Huiré - dijo Pregunta, seguro de sí mismo.

- Piensa mejor - replicó con calma el mercenario, a la vez que un rostro encapuchado se presentaba justo frente a él y le colocaba un puñal afilado en la garganta.

Un rostro duro, con cicatrices. Con tatuajes. Un rostro que había visto antes. El rostro que había desparecido en ésa misma habitación unos días atrás. Un rostro que tenía en su mano su propia vida.

- Apresadle - murmuró con desgana Sar Taan, el mercenario, mientras alzaba la mano dictando la orden. - Lucharás y arderás con nosotros. Tanto si quieres, como si no - dijo mirándole directamente a los ojos, a través de la luz de las velas, mientras sonreía.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Reunión inesperada.

- Aquí lo tiene: un barreño lleno de agua fría. Tal y como prometí.

Pregunta trató de esbozar una sonrisa, aunque en su interior reconocía que le entregaba el agua a regañadientes por la manera tan desmesurada que tuvo el dueño de enfadarse por una maldita jarra. Decidió no darle más vueltas, mientras observaba cómo el anciano guardaba entre dos tablas de madera el barreño rebosante. 

- Disculpe, señor, pero aún no sé su nombre... - dijo Pregunta inquisitivo, tratando de alzar la mirada sobre la barra a unos metros de él, tras la cuál estaba el anciano, gimiendo y gruñendo en voz baja.

- Sar Taan. - le interrumpió la voz ronca del anciano por debajo de la barra con un grito. 

El dueño del lugar se alzó tras la barra para mirar a Pregunta a los ojos mientras le contestaba. Todas las personas de aquella aldea vestían principalmente con conjuntos de harapos sucios; no era una aldea muy rica. El anciano lucía pobremente una camisa de franela amarillenta, probablemente por el uso excesivo, y unos calzones que le llegaban hasta por debajo de las rodillas de color marrón claro, también oscuro. En los pies vestía unas botas algo gastadas y roídas, pero a Pregunta no se le ocurría una actividad de taberna lo suficientemente ardua como para causar tanto desgaste en unas botas de un tejido tan duro como lo era el plasancio, una sustancia textil de color amarillo verdoso. También es cierto que el hombre era mayor, y según él tres cuartos de su vida había estado trabajando junto a los borrachos cantarines, músicos vagabundos y prostitutas busconas, y el oficio de tabernero no era una fuente cuantiosa de dinero, así que supuso que simplemente el viejo no había tenido dinero suficiente como para comprarse unas botas nuevas. Aún así, en el rostro que le miraba desde la retaguardia de la barra, había algo que no encajaba del todo, como así como sus movimientos y reacciones. A pesar de las arrugas prominentes, hondas y extendidas desde sus ojos al resto de su cuerpo, a pesar del labio superior ligeramente hundido, y a pesar de la cuenca de sus ojos casi esquelética y redonda, había una fortaleza y firmeza en su cara y sus movimientos digna de los de un militar de veinte años. Los contrastes tan fuertes y notorios en una persona la hacían de poco fiar, y así Pregunta no acababa de fiarse del viejo, porque no podía entender sus contradicciones. 

Pregunta se había deshecho de su armadura impoluta en cuanto reparó en que su atuendo desentonaba demasiado con la forma de vestir general de la gente de la aldea. No es que quisiese encajar, es que no le gustaba llamar la atención. De todas maneras, tampoco le hacía falta ir por una aldea pobre con una armadura musculosa y brillante.

- Pero puedes llamarme Sar, si te apetece. - añadió Sar Taan mirándole fijamente, como intentando buscar un fallo o una grieta en la joven firmeza y suavidad de la cara de Pregunta.

- Sar, entonces. - corrigió Pregunta, mientras deslizaba su falsa sonrisa en dirección al suelo para evitar la obviedad de su engañosa procedencia.


Tras haber ido al lago dulce a rellenar el barreño, volver con éste cargado hacia la aldea y dejárselo a Sar Taan en la taberna, pagando así su deuda, Pregunta se escabulló al establo donde estaba Respuesta, que, a juzgar por los relinchos que daba y lo nerviosa que observaba a su amigo humano, Pregunta dedujo que estaba hambrienta. El humano salió al exterior y arrancó seis zanahorias de un suelo que no parecía pertenecer a nadie, volvió a entrar en el establo y se las dio a la yegua calmada y tiernamente. 

Para su desgracia, la cabeza de Pregunta no estaba tan calmada, ni mucho menos lo que pensaba era tierno. Su cabeza volaba entre la desaparición del hombre corpulento y las notas y hojas ilegibles que había guardado en un apartado de una de sus bolsas anoche, tras charlar con el anciano. Había dos cosas, una buena y una mala: la buena era que, seguramente, todo el mundo le daba por muerto. La mala era que, a partir de ahora, y si el anciano Sar Taan no mantenía la boca muy cerrada, todo el mundo tardaría poco en llegar a la conclusión de que el era un héroe asesina criaturas.

Pregunta hundió la mano en su bolsa, pero no buscó las notas que habían llovido sobre él anoche, si no que buscó otras notas mucho más valiosas y significativas para él: las de su memoria.
 
Cogió dos al azar, pero las dos parecían más que oportunas. Ozh Jrasshk lo habría llamado destino. Pregunta echaba de menos las charlas con Hojarasca. No recordaba la última vez que le vio. No recordaba nada de él. Sólo sabía que, en una de sus notas de memoria, había apuntado lo que el anciano espíritu joven del Bosque Oleada significaba para él, y que las armas y libros que él llevaba, se los debía, enteramente, a las premoniciones y a la generosidad y desaparición del que fue lo más parecido a un amigo que Pregunta había tenido nunca, y el mejor mentor que jamás habría deseado y probablemente, el último en enseñarle tanto.

Leyó las notas de memoria y las recitó para si mismo como si fuese un padre hablando a su hijo, diciéndole una lección útil y sabia para su futuro.

La primera decía: ´´Jamás vuelvas a comer animales. Nunca mates a uno. Jamás dejes de amarles. Ellos entienden tu alegría y tu sufrimiento, porque aman y sufren igual. Si alguna vez dudas, mira a cualquiera de ellos a los ojos, y jamás necesitarás de esta nota otra vez.`` 

Instintivamente Pregunta dirigió la mirada a su yegua y al resto de animales del recinto: cuatro cabras, una vaca, un buey, dos caballos y tres cerdos. Y Respuesta. Nunca había cesado su amor hacia los animales, ni su decisión de no comerlos jamás, ni la certeza de que amaban y sufrían como él. Nunca había dudado. Siempre sabía que frutos y verduras podía comer sin morir ni enfermar por ello, y cómo encontrarlos, en gran parte, gracias a los libros de Ozh Jrasshk. Y nunca había cesado de mirarles a los ojos. Jamás pararía de amarlos. Esa nota había sido útil para paliar la primera desorientación que tuvo, para ayudarle a saber de nuevo cuál era su más firme creencia. Se despertó en medio del Bosque con la cabeza sangrando y desde arriba, su antiguo mentor, el caballero bruto, o Piedra, como el le llamaba. ''Tu yegua es fiera y te ha tirado al suelo de una levantada. Si fuese tú, la sacrificaría a patadas por sucia ramera. Levanta, te has hecho daño. Te lo curaré.'' Nunca le había gustado su ''caballeroso'' mentor, Piedra, el bruto. Eso era lo último que recordaba con algo de nitidez, y cada vez sus recuerdos lejanos se ensuciaban más. No recordaba ningún suceso anterior a aquél, excepto aquellas reflexiones, pensamientos, lecciones y deseos que había estado en su voluntad anotar antes del accidente a caballo. Piedra le había contado después que sus problemas de memoria a largo plazo se debían haber visto totalmente agraviados tras el golpe en la cabeza. Básicamente, su memoria había muerto y había vuelto a empezar en ése accidente a caballo. Las notas de memoria que había escrito hasta entonces eran la única manera en la que podía saber sobre su pasado antes de la caída. Por suerte, tenía escritas unas cuantas, pero por lo general, no eran demasiado específicas, ni demasiado concretas. Tampoco demasiado útiles. Su vida había empezado de nuevo desde ése día.  

Pregunta se deshizo de la imagen borrosa de Piedra y Respuesta asustada en el Bosque y volvió a la incógnita que le presentaba aquella nota de memoria: ¿los dragones son animales?

Un ruido procedente del salón de la taberna interrumpió sus pensamientos. Parecían gritos y protestas de hombres enfadados y borrachos. Oyó algo de que le pareció un chasquido de lengua, profundamente húmedo y siseante. Como si alguien enfadado tratase de hacer callar a una multitud ruidosa en un sitio cerrado. Los ruidos vociferantes fueron en declive. Pregunta leyó la segunda nota, al mismo tiempo que se guardaba la primera en uno de los bolsillos de sus calzones largos y opacos.

En el trozo de pergamino rectangular se leía: ´´Duda. Duda cuanto puedas. De ése modo estarás seguro.`` 

<<Genial.>> pensó Pregunta, ligeramente decepcionado consigo mismo y sus consejos. <<Muy útil.>>

Y es que, si había algo en la cabeza de Pregunta últimamente más que nunca, era la duda.  La duda sobre qué debía hacer. Sobre qué era qué, y qué le hacía tal cosa. Todo eran dudas.

-¡¡¡SILENCIO!!! - gritó enfadada una voz familiar desde la taberna.

De nuevo todas las voces cesaron.

Pregunta decidió no darle importancia una vez más, pero cuando fue a guardar la segunda nota en el mismo bolsillo en el que había guardado la primera, la leyó una vez más.

''Duda. Duda cuanto puedas. De ése modo estarás seguro.''

Y Pregunta dudó de estar seguro sobre si tenía que dejar pasar las extrañas órdenes  de silencio que se estaban llevando a cabo tan fervientemente en la taberna. En su experiencia, una taberna, cuanto más ruidosa, más gente atraía. 

Acarició la cara y sien de la yegua que parecía nerviosa y agitada, tratando de calmarla. 

-Volveré luego. - le dijo el hombre a la yegua.

Y dejó que la duda le llevase al salón de la taberna. A un salón de la taberna completamente diferente al que había visto hasta entonces: ni prostitutas ni mujeres hermosas, ni borrachos esparcidos por el suelo, ni vomitonas, ni manchas, ni ruido, ni risas, ni peleas. 

Solo un salón de la taberna oscuro en el que no se veía casi nada, iluminado tan sólo por la tenue luz de unas cuantas velas, que alumbraban de forma tétrica doce rostros encapuchados, quizá alguno más que no llegaba ser bañado por la luz amarillenta de la cera. 

- Te estábamos esperando.

La sombra de voz ronca, rasgada y familiar habló primero.


lunes, 11 de agosto de 2014

Era la época...

Las toallas lloraban por los bordes, despidiendo unas lágrimas profundamente densas, que al mirar a través de ellas, podías ver el mundo completamente al revés. El calor y la humedad se pegaba a la piel y hacía hervir la sangre desde los pies al cerebro. Dentro de su cabeza vestida por un pelo de menos de un centímetro de longitud dos gigantes parecían dar fuertes puñetazos desde el interior de su cabeza, al exterior, como intentando romper las paredes de su cerebro a base de puñetazo limpio. No era una sensación para nada agradable: los pensamientos, todos agolpados y montados uno sobre otro, sin dejar nada claro por individual, corrían apretados de un lado a otro y nada sentaba bien. Quizás un abrazo de ella habría arreglado las cosas, pero no pudo ser. Quizás una buena torta bien dada le habría recordado que era humano y que podía sentir y pensar cosas con claridad. Un beso de ella habría funcionado con la misma efectividad, incluso más. Casi deseaba abrirse la cabeza en canal para que todo el humo denso que se mezclaba formando una opaca masa inconclusa en el reino de sus pensamientos escapase y volase libre, que se esfumase y se mezclase con la calidez y la abundante humedad. Quizás bastaría con hablar con alguien como dos libros abiertos, quizás bastaría con mirar arriba y ver un cielo abierto en la noche, sin nubes, con miles y millones de estrellas pintadas en él, sin la preocupación de la inminencia de ser descubierta. Dios, ¿tan difícil es sentirse bien? Hubo una época que no le costaba tanto. Hubo una época en la que tan pronto como escuchaba una melodía, tan pronto su alegría ascendía a lugares supra olímpicos. Era la época en la que en su habitación, miraba por la ventana soñando con las nubes y la Luna. Era la época en la que estaba en casa. Era la época en la que el barullo de la ciudad rellenaba sus oídos con irónico gusto y paz. Era la época en la que con sólo ver un atisbo del cielo a cualquier hora del día, podía sonreír. Era la época en la que era consciente de su existencia importante y significante. Era la época de la maravilla constante ante sus ojos. La época en la que podía ver el brillo de los mismos en el espejo. Era la época de su familia, de su gente.

Era la época de no ser una dama errante. Era la época de ser alguien entre el puñado de nada que algún día sería su ciudad. Era la época de no ser una fugitiva buscada por un Reino que tenía una deuda que saldar.

Dejó de soñar y se puso manos a la obra. Aún estaba desnuda y mojada después del baño que se había dado en el lago. Alcanzó las tres toallas, arrebuñándolas todas bajo su puño y se pasó los extremos delicadamente por su piel. Cuando fue a secarse el pelo, una rabia y tristeza pesadas como cien vacas le sacudió el alma. Aún no se había acostumbrado a parecer una vagabunda. Aún no se había acostumbrado al cambio de alta cuna a cuna de hierba y roca a la intemperie. Aún no se había acostumbrado al pelo puntiagudo y milimétrico que agudizaba más aún si cabe sus duros rasgos faciales femeninos. Aún no se había acostumbrado a nada, salvo a la dureza de alma. De palacio a valles. De tener un establo a robar los caballos de otro. El último había desaparecido con su jinete hacía ya un tiempo. Casi echaba más de menos a la yegua que al jinete. Éste último le había proporcionado una calidez corporal en la noche que no era de mal gusto, pero olía más a muerte que un cementerio, con todas las armas que llevaba a rastras. El miedo de que fuese un captor real que buscaba la compañía nocturna de la bella dama que antes era justo para tenerla en la zona de confianza necesaria para apresarla le había consumido más que el fuego a la madera. Una vez más le puso el miedo. El instinto de sobrevivir. Antes tenía un reino que debía obedecerla y protegerla y ahora  estaba sola. No sabía pelear, ni cazar, ni pescar, así que se había visto obligada a comer frutos que conocía por sus estudios de la vegetación de los territorios del Reino. <<Una futura reina debe conocer su Reino. Cada grano de arena, gota de agua y pedazo de hierba de él.>> Le había dicho su padre.

Su padre...

Pero eso era antes. Ya vale de antes. No podía quedarse con la mente sumergida en el lago del pasado para toda la eternidad. Quisiese o no, las gotas se secaban. Así como lo hacía su esperanza día a día.

Volvió a la cabaña, que cada vez se caía en pedazos más grandes.

sábado, 19 de julio de 2014

Rumores y héroes.

No había vuelto a ver al grandullón que se había esfumado en medio de la noche, en medio del bar. No había ni rastro de él en ningún lado. Se sintió idiota al caer en la cuenta de que, al principio, lo que más le asustaba del tipo fueran unas meras cicatrices en la cara. Pero, para bien o para mal de Pregunta (y Respuesta) no había vuelto a aparecer, y eso suponía que estaban fuera de peligro, si es que la presencia en sí de aquel tipo de verdad podría acarrear consigo algo problemático para su seguridad.

Por otro lado, un instinto de protección y alerta susurraba desde el interior de Pregunta una cuestión que le daba la vuelta a su aparente consuelo: ¿No hacía más peligroso a alguien el hecho de que se esfumase en el aire, a la nada, sin dejar ni rastro?

La sola idea le provocó un escalofrío en el cerebro, y decidió abandonar el asunto y sus inquietudes hasta que tuviese motivo para volver a preocuparse por su seguridad.

Instintivamente, al pensar en seguridad, bajó la mirada hacia la multitud de trozos de pergamino que reposaba en el suelo, con ése mensaje inquietante cuyo destino era él. Fuera quien fuese el que lo había escrito lo había hecho apurado o no había escrito mucho en su vida. No sólo eso, si no más preocupante aún, quien lo hubiese escrito, o bien seguía sus movimientos, acciones y decisiones, o lo conocía demasiado bien como para saber que él no dejaría a su querida yegua muy lejos de él durante demasiado tiempo, si no quería que le entrase un ataque de histeria y sobre preocupación. Fuera como fuese, asustaba.

Sólo esperaba que quien hubiese contactado con él de manera tan peculiar no formase parte de su pasado, ni cercano ni lejano. No quería verse de nuevo con alguien que había pertenecido y dejado de pertenecer a su vida. Eso le aterraba más que la posibilidad de que fuese un desconocido el que se dirigiese a él. De hecho, Pregunta estaría más que fascinado si fuese un desconocido. Eso le daba la oportunidad de conocer nuevos cuerpos, nuevas mentes, nuevas personas, que, por cielo o bien infierno, siempre podría ser interesante. Y lo interesante era la debilidad de Pregunta.

Su cabeza, funcionando a toda velocidad, sus pensamientos y sus divagaciones navegaron sin avisar hacia el puerto del recuerdo de un rostro que a veces se atrevía a echar de menos frente a él. Un puerto bello, con pelo negro,  con ojos felinos, un rostro que veía dibujado de forma mágica en la taberna vacía, suspendido en el aire... Esa mujer. La visión de su rostro le mantuvo mirando al vacío durante lo que pareció un año.

Recobró el control sobre su mente de manera tan brusca como lo fue la huida de esa mujer. Huyó de la oscuridad de su compañía porque repentina oscuridad le pareció  peligrosa. Porque ella le pareció peligrosa. Y aún le parecía peligrosa cuando tan sólo era una imagen que soplaba en el aire arremolinado de su cabeza. La visión desapareció de la taberna, y su  desaparición devolvió a Pregunta a la realidad material de la escena.

Su cabeza seguía corriendo más deprisa de lo que cualquier pierna o pata podría conseguir. Volaba. Su imaginación era el ala derecha, el raciocinio, el ala izquierda. Y él, un siervo de su divagación y pensamientos. De repente, casi sin control sobre su agarrotado cuerpo, se levantó de la silla en la que estaba sentado, pisó los trocitos de pergamino sin darle mucha importancia, se dirigió a la limpia barra de la taberna y se tomó la libertad de servirse algo de beber. Vació la jarra que había usado el grandullón tatuado y la rellenó con agua fría. El tacto gélido, fresco y redentor del agua que rellenó su boca le terminó de despertar, por si tanta sorpresa y ficción no habían sido suficiente para eliminar toda posibilidad de recuperar el sueño. Por un momento tuvo la fantasía de que todo siguiese siendo un sueño. Esperanzado y sonriendo, dirigió su mano derecha a su brazo izquierdo, estiró la carne flácida de la muñeca, y se pellizcó, esperando levantarse del montón de paja junto a su yegua.

Nada ocurrió, más que un leve picor que habitaba su muñeca izquierda. Quizá había pellizcado con demasiada fuerza. Con demasiada esperanza.

Sin ninguna duda ya de que estaba despierto y no sumido en el lúcido esplendor del cerebro, se bebió hasta la última gota de agua. Cuando el cuerpo dormía, el cerebro estaba más despierto que en cualquier otro momento. Un fenómeno curioso y traicionero. La cabeza de Pregunta trabajaba demasiado mientras estaba despierto, sólo pensar la de actividad que ejercía cuando no era consciente de ello le agotaba físicamente, le excitaba mentalmente, y, por lo tanto, le daban ganas de dormir. Siempre había querido conocer a la parte de su cerebro que tanto se empeña en ocultarse de él. El juego de la mente era un juego hermoso y traicionero.

- Nadie te ha dado permiso para beber una jarra de cerveza, chico.

El encargado que unas horas antes le había guiado hasta el establo y había divagado tan innecesariamente sobre los borrachos se hallaba a su derecha, a los pies de unas escaleras que descendían hacia lo que debía ser los aposentos de la gente que estaba a cargo del lugar. Estaba en una posición que mezclaba ambas defensa y ofensa, con las piernas flexionadas, una delante de otra. A juzgar por la ballesta cargada con una flecha mediana que sostenía entre unos brazos fibrosos y en tensión, su intención era más ofensiva que protectora.

- Tranquilo, señor, no le estoy robando bebida. - Pregunta respondió en el tono más calmado, normal y amistoso que podía salir de su garganta - Tan sólo es agua fría. Y muy buena por cierto.

Hubo un silencio. Pregunta trató de esperar a que el encargado dijese algo, un reproche, una amenaza, algo. Sólo un gruñido entre dientes fue su respuesta, así que Pregunta se dispuso a hablar de nuevo, en el mismo tono relajado y amistoso que había producido antes.

- Mañana le traeré un barreño entero de agua congelada del río más limpio de los al rededores. Tiene mi promesa. Pero le agradecería que bajase la ballesta. Resulta amenazante en el peor de los sentidos. Si dentro de un día no tiene su barreño lleno de agua pura y fría, tendrá mi permiso para colocarme ésa misma flecha entre mis dos ojos.

Pregunta señaló con el dedo índice de su mano derecha sus dos ojos, despiertos y atentos, profundos e intensamente marrones.

De nuevo hubo silencio. El hombre permaneció en la misma posición durante un minuto o dos. Pregunta imitó su quietud, solo que sin la expresión amenazadora en el cuerpo. Tan sólo calma.

Hasta que, con un suspiro, el hombre, casi anciano, bajó la reluciente ballesta de hierro fundido con retoques de madera, apoyándola en la esquina que unía la pared trasera de la taberna, tras la barra, con la pared que acababa con el comience de las escaleras por las que había subido el encargado, muy pobremente iluminadas. Su postura se relajó, y la misma expresión amable que le había mostrado a la hora de guiarle al establo apareció de nuevo en su cara, tersa, pero con alguna arruga descendiendo de los límites de sus ojos azules en dirección a sus orejas, puntiagudas y amplias, sorprendente circulares en sus extremos superior e inferior. Con cierto abatimiento en su andar, se dirigió tras la barra, sin apenas mirar a Pregunta. Pregunta lo interpretó como que ya no suponía una amenaza para aquél hombre ni su negocio.

Desde detrás de la barra, y mientras preparaba dos jarras de cerveza, el hombre sonrió y habló, sin saber muy bien Pregunta si se dirigía a sí mismo o a él. Muchas veces los ancianos le causaban esa incómoda pero curiosa sensación.

- Perdona las desconfianzas, pero si oigo ruidos en mitad de la noche que provienen de aquí arriba... Bueno, tienes que entender que no es la mejor temporada para que se aprovechen de la hospitalidad de uno...

Pregunta estuvo a punto de interrumpirle, para reprocharle de manera educada que de ninguna manera se aprovechaba de su hospitalidad, pero, antes de poder formular una palabra, el anciano alzó la mano ligeramente arrugada y siguió hablando.

- Déjame continuar, joven. No me refiero a ti. Me fío de ti. Es de esos borrachos de los que trato de cuidarme, a mí y a mi negocio. Como iba diciendo, no es la mejor temporada para que se aprovechen de la hospitalidad de uno. El dinero escasea, y pronto la Ciudad nos pedirá más dinero del que nos permiten ganar, más comida de la que nos permiten comprar, y bien sabe la Reina que pronto empezarán peticiones peores para todos nosotros...

El discurso del anciano continuó reproduciéndose mediante su boca, pero, desde dónde estaba Pregunta, apenas se distinguía más que un gruñón y agudo balbuceo, que parecía indignación y miedo en toda su esencia. Pregunta se cuestionó por qué motivo una persona que detesta tanto a los borrachos de taberna y lo que suponen tendría una taberna. 'La vida es toda ironía' fue la primera respuesta que se dio así mismo y para sus interiores, y fue más que suficiente. El anciano seguía hablando y moviéndose de un lado a otro, derramando la cerveza con la que había rellenado dos gruesas jarras de cristal helado, vaciándolas casi sin darse cuenta hasta la mitad. Luego, se acercó a una mesa cercana a Pregunta, y colocó las dos jarras, cada una en un extremo de la mesa. Pregunta captó la invitación del anciano, que aún recitaba un monólogo que parecía haber sido pronunciado más veces en situaciones de discusiones políticas, y se sentó frente al hablador.

- ... Sólo espero no ser uno de los sacrificios... Soy anciano, lo sé, pero disfruto de ésta vida, de cada detalle, incluso a veces de esos borrachos... Sólo digo que estaría bien si alguien joven y valiente se levantase en armas contra el terror que cada vez está más cerca.

Pregunta se arrepintió de haber desconectado de la conversación, pero, ¿Sacrificios? Esa palabra le devolvió al anciano y su monólogo con la brusquedad de una bofetada que proviene de un padre, e hizo que la voz aguda y rasgada del anciano, junto con su rostro enjuto, desgarbado y carismático en muchos modos, así como sus preocupados y miedosos ojos azules pareciesen lo único existente e importante en todo el mundo. Pregunta ya tenía sus cinco sentidos en aquél hombrecillo, ahora sólo necesitaba situarse correctamente en unas divagaciones que no eran las suyas.

- Perdone, ¿Ha dicho sacrificios? ¿Para qué? - inquirió Pregunta, tratando de igualar su preocupación a la que parecía sufrir el anciano desde lo más ardiente de sus entrañas.

El hombre que estaba frente a él chascó la lengua y parpadeó rápido, con los ojos fijos en los de Pregunta.

- ¿Es que no escuchabas? - parecía aún más indignado que antes - Un dragón. Nos advirtieron de que los animales no eran demasiado para él. Simplemente los rechazó. 1.000 ovejas rechazadas. Al parecer, al condenado monstruo no le valen 1.000 ovejas, pero con un sacrificio humano a la semana tiene suficiente. O quizá dos. Nadie lo ha podido parar. Dice que o es un humano cada semana, o es el fin de nuestro Reino. Yo sinceramente pienso que goza con nuestro sufrimiento. Le hace reír. Es lo que le hace incendiar sus tripas. Nadie sabe de dónde ha venido. Simplemente vino. El poder no es bueno, chico, te lo digo. Atrae a cosas más poderosas. Y hay que abatirlas con lo poco que se tiene... El Rey comenzó con los sorteos unos meses atrás, pero aún no se ha llevado a cabo ningún sacrificio. Deberían haber acabado con el dragón cuando aún no tenía hambre. Ahora la urgencia tiene abrazado con fuerza al Rey y a su reino, y encima con su...

Sus palabras de nuevo, se esfumaron, mezclándose con el aire.

Sus sueños.

Un dragón. Pensaba que había huido de su deber. Pensaba que se había acabado lo de servir a las cagadas del Reino. Lo de matar. Todo.

Y lo había hecho. Nadie sabía por esos lugares quién era él. Nadie sabía que huía de su deber, ahora mucho más grande. Nadie sabía que el podría matar al dragón si quisiese. Nadie sabia nada.

- ¿Me escuchas, chico?

- ¿Qué?

- Estaba diciendo que ojalá hubiese un héroe aquí, o en la Ciudad. O en algún lugar... Ha habido muchos rumores... Algunos decían que habían encontrado al héroe definitivo, un chico muy joven que apenas era escudero, pero que había desaparecido junto con su maestro en el Bosque Mazo, seguramente devorado por el dragón en un movimiento preventivo... Rumores...

Se hizo un silencio, que no tardó mucho en romperse por una exclamación que sugería el tono de lucidez que se podría esperar oír de un detective que, en alto, resuelve un misterio. El anciano, alegre e inquisitivo, saltó de la silla con una energía joven en sus movimientos. Su mirada y sus ojos desorbitados de esperanza asustaron a Pregunta.

- Pero... ¡Eh! ¡Chico! ¡¿Qué demonios digo?! ¿No llevas tú un montón de armas junto a ti y tu yegua? ¡Quizás puedas instruirte en la Ciudad para ser el nuevo héroe que matará al dragón! ¿¡Sabes cuántas vidas se salvarían por destruir una sola!?

Pregunta guardó el silencio. El anciano se sentó de nuevo, y la vida y euforia en sus ojos desorbitados y azules daban para millares de pesadillas. Habló de nuevo, susurrando más que hablando. Un susurro enérgico y fuerte, un susurro casi amenazante.

- ¿Sabes lo que veo? Veo en ti el hombre que va a salvarnos de nuestra maldición.

En alguna parte de su cuerpo, Pregunta sabía o sabría que el anciano tenía algo de razón en eso.


miércoles, 16 de julio de 2014

Olbatse led orellabac la ragertne.

-Te dejaste esto en la taberna, chica. - dijo la silueta negra que se alzaba tras la antorcha, mientras sostenía un montón de libros y pergaminos con la otra mano.

Pregunta confundía sueños con realidad, y miró a sus lados para situarse: si las velas que había apagado antes de dormir seguían apagadas, estaba despierto. Si no, era un sueño.

Estaba despierto. La oscuridad aún le rodeaba, aunque la luminosidad de la antorcha que parecía flotar entre tanto negro alcanzaba a besar parte de su cuerpo, de rodillas para abajo. La voz que había hablado era ronca, como aquella que tienen las personas que han fumado demasiada pipa durante demasiados años, pero aún así, había algo de cálido en ella. La antorcha sólo desvelaba parte del torso y los brazos del hombre que se hallaba de pie frente a él, y la luz de ésta producía unas sombras en la ropa del hombre que danzaban frenéticamente, parpadeando inquietas.

Pregunta se levantó del suelo. Dos siluetas ennegrecidas se hallaban la una frente a la otra. Pregunta intuyó que el hombre no era más que el tabernero o un simple camarero que había terminado de echar a los borrachos de medianoche de su establecimiento, se había fumado una pipa, había recogido y limpiado todos los muebles y cubertería, y, mediante el transcurso de esas tareas, habría descubierto, muy a su pesar, una tarea añadida: la de devolver unas propiedades abandonadas a su despistado dueño. Probablemente habría observado durante su turno que Pregunta era el único que leía, y al ver los libros y pergaminos en la mesa mientras recogía, habría supuesto que le pertenecían a él.

Pregunta no recordaba haberse dejado ningún libro ni pergamino dentro de la taberna. Antes de acordar dónde se hospedaría ésa noche con uno de los encargados, había recogido las dos botellas que había rellenado de tinta esa misma mañana, sus libros y pergaminos y había ido cargado con todo hacia el establo, liderado por el encargado, un hombre viejo y rural con canas y pelos blancos saliendo de sus narices, que había formado un gesto entre sorpresa, asco, curiosidad, fascinación y miedo al oír que Pregunta quería dormir junto con su yegua.

-¿Que quiere dormir con su yegua? - dijo nada más escuchar el deseo de Pregunta. - Esa sí  que es una manera extraña de llamar a su mujer, amigo.

Estalló en risas, esperando a que Pregunta negase que a la yegua a la que se refería, era una yegua de verdad.

Pero Pregunta mantuvo silencio, levantando levemente la comisura del labio, prueba suficiente de que, por  raro que pareciese, quería dormir sobre un montón de paja junto a su yegua.

-Ya veo... - dijo el encargado tras el silencio revelador y negativo de Pregunta. - Bueno, hay gente para todo. Conocí a un borracho una vez, en este mismo lugar, que aclamaba que gozaba de yacer junto ninfas. Ya ve usted. Un loco que se acostaba con flores afirmando que eran bellos seres mitológicos. Dice que dormía en los bosques, y a poco rato de tumbarse, ya tenía a más de una docena de ninfas sobre él, besando cada parte de su cuerpo. Un auténtico loco. Por eso no bebo, ¿sabe? Enloquece hasta a la mente más brillante. ¡Já! Locos. Pero bueno, ¿quién soy yo para juzgarles, cuando soy el que rellena sus vasos y compra sus venenos para que puedan enloquecer con ellos? Nadie, nadie... - el hombre encogió los hombros, con una distracción en sus ojos que parecía querer averiguar qué clase de loco era ése que escogía dormir sobre tierra antes que sobre una cama bien preparada- ¡Una cama más que puedo vender a esos borrachos! Sígame, sígame, por aquí está el... El establo, sí. Allí dormirá usted con su... Con su yegua, sí... - dijo, a la vez que se la apagaba el volumen de la voz, tratando de asimilarlo.

Y Pregunta lo siguió, cargado de todo con lo que había venido. No pretendía permanecer mucho en la villa, lo que le había permitido viajar ligero. Tan sólo armas, monedas, libros y pergaminos. Y Respuesta, claro.

Pero el hombre que estaba frente a él no era el mismo que le había guiado hasta el establo. No tenía su voz. Tampoco debía haberle conocido, porque no le identificaba de ningún modo, y la falta de luz no ayudaba a ésa tarea.

Pregunta se agachó a por las velas y la encella, una sustancia que parecía un polvo denso de color ceniza, que al entrar en contacto con la cera de las velas, prendía.

Anticipando su movimiento, el hombre que aún seguía ahí parado  alzó la voz.

- No te molestes chica. Hay luz dentro de la taberna. Acompáñame.

El hombre hizo ademán de salir del establo, pero esperó hasta que Pregunta llegase a la conclusión de que debería fiarse de aquella sombra y se acercase a él. Había algo en ésa silueta negra que hacía que Pregunta no se sintiese amenazado por el aura misteriosa que una silueta débilmente iluminada por el fuego creaba. Acarició a Respuesta antes de disponerse a salir y se acercó al hombre, pero siguió sin ver su rostro. Se había dado la vuelta para atravesar la puerta del establo.

- Por cierto, - dijo Pregunta - no soy una chica.

El hombre se paró en seco, y,como consecuencia, Pregunta también lo hizo. Las pisadas dejaron de sonar contra los tablones de madera colocados desordenadamente, creando un montón de vacíos que hierbajos y otras flores pequeñas aprovechaban para crecer con mayor libertad. Pregunta vio como el hombre, un poco más alto que él, giraba lentamente la cabeza hacia la derecha. La luz de la antorcha que les guiaba a los dos iluminó una nariz prominente y un pelo gris muy recortado, así como una barba de gran frondosidad. El hombre movió los labios, y del movimiento, vino el sonido.

- ¿Ah, no? ¿Y qué clase de chico lleva el pelo largo como una mujer?

Un sonido arrogante y con complejo de superioridad. Pregunta empezó a arrepentirse de haberle seguido.

Atravesaron el mismo pasillo oscuro y sucio con olor a roca húmeda que había cruzado Pregunta cuando había sido guiado por el encargado sorprendido. Al llegar al final de ése pasillo, subieron casi a ciegas tres escaleras, y sólo Pregunta entorpeció al subir la tercera, lo que le hizo perder el equilibrio y estar a un canto de gallo de caerse al suelo con la frente por delante. El tropezón causó un ruido que hizo eco en lo que pareció ser todo el mundo en ése instante tan silencioso.

<Genial. Eso alimentará su complejo y su ego.> pensó Pregunta, ligeramente acalorado y enrojecido por su inesperada torpeza, y agradeció que no hubiese mucha luz en ése instante.

Los tres escalones daban a una puerta, la cuál daba a un salón de taberna muy diferente al que había visto Pregunta horas antes. En vez de un montón de hombres hechos y derechos alcoholizados esparcidos por todas partes, derramando cerveza y alzando sus voces por encima del techo de madera del lugar, había un montón de mesas y sillas recogidas, ordenadas y limpias, que hacían de toda la taberna un lugar mucho más espacioso. En vez de manchas de pinta, vino y calentador en la barra y las paredes, había un inmueble pulcro y casi reluciente. En vez de mujeres bellas con sus faldas recogidas y sus mofletes enrojecidos, expandiendo sus risas que pretendían ser inocentes, había un silencio y un vacío abismal.

El ruido del choque de los libros y pergaminos contra una mesa de madera roída devolvió a Pregunta al momento, lo que le devolvió a la incertidumbre de quién era la silueta guía.

El hombre que le había despertado de un sueño que no había empezado aún resultaba ser un hombre muy corpulento, vestido con dos tiras de grueso y ancho cuero que sujetaban una barriga prominente. La cerveza y el alcohol hacía sus pinitos en un cuerpo grande de por sí.  Pero lo más característico no fue ni su barriga, ni sus brazos enormes y tatuados, medio desnudos, vestidos con una tela fina blanca y remangada hasta casi el comience del hombro, ni sus piernas igualmente robustas y abultadas, llenas de pelo negro y grueso, vestidas hasta las rodillas por unos calzones de tela amarillenta y opaca, si no las múltiples cicatrices de su cara que marcaban frente, mejillas, orejas, nariz, ojos y boca por igual. Bajo tanta cicatriz se escondía un rostro experimentado en muchas vivencias, seguro de estar seguro, y unos ojos azules brillantes con párpados caídos en el extremo más lejano al lacrimal.

Sin duda, era un rostro interesante.

Tan interesante que Pregunta, sin darse cuenta, se quedó mirando al casi gigante, gordo,rasurado y marcado por cicatrices suficiente tiempo como para que éste se percatase y le devolviese una mirada que inspiraba algo muy lejano a la amistad o mutua curiosidad.

En un intento de disimular su patosa incertidumbre por el rostro de un desconocido, se dirigió nerviosamente hacia la mesa donde reposaban los libros y pergaminos.

Había tres libros y cuatro pergaminos. Todos los libros tenían la tapa del mismo color y tamaño, excepto uno que era notablemente más grande. Los pergaminos parecían consumidos por las llamas levemente en las esquinas y los bordes.

Cada libro estaba enumerado en la portada, sólo que los números no cumplían un orden lógico. Marcados con rayas grises que habían perforado débilmente las tapas. En uno, había una especie de J, en otro, algo que parecía una Y al revés, y en el otro, dos D, una al lado de otra, pero la de la izquierda miraba al lado opuesto que el de la derecha.

Los pergaminos estaban escritos y tenían dibujos a primera vista ilegibles sobre ellos. Los garabatos le recordaban a su nuevo tatuaje intencionado del brazo y la mano, que, cuanto más  lo miraba, más le parecían las nubes que tanto le gustaba observar. Solo que las de su brazo eran negras, y las del cielo, blancas.

Pregunta sonrió.

Se moría por saber qué escondían esos libros, pero no los había visto en su vida. ¿Por qué dárselos a él? ¿Por qué no mirar si tenían escrito un propietario al que devolverlos en caso de pérdida? Tampoco había visto al hombre que le había despertado y que estaba tras él ahora ni la noche ni el día anterior. No entendía nada. Abrió uno de los libros para entender.

En el primer libro, el de la J, vio unas letras parecidas a las del pergamino, y los mismos garabatos, y dibujos parecidos. En el libro de la Y al revés y las dos D, igual.

Volvió a mirar en los tres.

Nada.

Miro a través de la ventana  que había frente la mesa. Había  tan poca luz en su cerebro como fuera de la taberna. En el reflejo del cristal grueso, vio al hombre ahí parado, sirviéndose una cerveza, mirando a las musarañas.

Volvió a bajar la vista hacia los tres libros y los cuatro pergaminos.

Nada.

Los sacudió. Un montón de trozos de pergamino pequeños cayeron de repente de todos los libros. Pregunta se sobresaltó. Había algo escrito en ellos. Todos tenían escrito lo mismo.

Olbatse led orellabac la ragertne.

Al principio Pregunta no entendió nada de lo que había escrito, pero luego, al levantar uno de los trozos hacia arriba para verlo con más luz, vio en el reflejo del cristal el mensaje:

Entregar al caballero del establo.

Notó en su interior el respingo.

- ¿Quién le envía para que me mande estos libros? - inquirió Pregunta, ligeramente sobresaltado.

Se giró a la vez que formulaba la pregunta para ver al hombre de las cicatrices.

Pero sólo vio la taberna, y un vacío superior al que había sentido al entrar.

domingo, 6 de julio de 2014

Sombras.

Había calor en vez de aire, y miles de olas de fuego abrazaban una ciudad inmensa, que antaño fuese reluciente en su palidez, de pura blancura en la cima de los edificios y de barro y lodo en los pies de esta, pero siempre viva, ajetreada, ocupada y vociferante. Sólo veía tales rasgos en relámpagos de luz que recordaban lo que una vez había sido lo que ahora ardía, divisaba tales imágenes en el nimbo denso y extenso que ocupaba el cielo pintado de negro sobre la realidad presente de la ciudad. Una realidad de carbón, cimientos al rojo vivo, estelas de llamarada que se agarraban los cuerpos de la gente que, sin éxito, trataba de huir de la más cálida de las muertes. Las llamas les perseguían, volaban tras ellos, rugiendo ése idioma especial del fuego, tan cálido, destructor y agresivo, y, a quién alcanzase, no le soltaba, abrazándole con ardor romántico entre sus brazos abstractos, hasta que, lo inevitable llegaba, y el abrazo les consumía entre gritos, calor y espanto. Pregunta miraba desde lo alto, y vivía el incendio que venía del cielo para inundar el suelo de una forma extraña. Sentía el fuego dentro de él, pero cuánto más trataba de liberarse de ése mar en su interior, más incendio había bajo él. Bajó desde las nube unánime que componía el cielo, en ímpetu instintivo de ayudar a mitigar el sufrimiento que una visión más amplia y nítida de lo normal le otorgaba. Era él, pero no estaba en su cuerpo, aunque eso no le impedía ayudar.

Al bajar y contemplar de cerca el averno que representaba la ciudad en llamas, movió las manos, agitándolas, aunque no alcanzaba a verlas, en intento de producir señas para que la gente atrapada en fuego supiese que en él había ayuda, pero surgió el efecto contrario: los hombres, las mujeres, los niños, las niñas, los animales huían de él. No importa quiénes fueren o quiénes pretendiesen ser: caballeros, soldados, asesinos, ladrones o pícaros... Todos huían. Incluso Respuesta, cuya expresión de horror era peor que toda la escena junta. Pero él no desistió. Tras comprobar que no era suficiente mover los brazos, alzó la voz, rasgando la garganta, abriendo la boca con fiereza que rozaba lo salvaje, notando una cantidad desbordante de aire amontonándose en el vacío que había creado la apertura de sus fauces. Fue a gritar, pero algo gritó más fuerte, y más salvaje que él, y seguido del grito fue otra oleada de llamas de una fusión de colores naranja, azules, moradas y negras, que pasó tan cerca de él, que pensó que le había rozado. La fuente del monstruoso sonido procedía de un lugar también próximo a su posición, y pareció implícito que sendos llamas y rugido iban de la mano.

<Eso ha estado cerca> pensó, y alzó los brazos para cubrirse, tapándose la cabeza, dirigiendo la mirada hacia el suelo de arena blanda ennegrecida y esculpida por los miles pasos de horror que contaban el deseo de huir, el deseo de sobrevivir. En el suelo vio algo que le aterró, algo monstruoso, algo inhumano, algo sobrenatural. Unas sombras de color gris bailoteaban, nublando la unanimidad de los colores brillantes y oscuros que brillaban por la nívea luz del cielo encapotado. Unas alas que parecían de un murciélago gigante ensuciaban la luz cegadora, pero el miedo a esas alas cegaba aún más. Las alas debían estar sobre él, pues justo le tapaban y ni siquiera pudo ver su sombra. Fuera lo que fuese lo que había allí arriba, era incluso más grande que la ciudad entera que moría ante sus ojos mejorados, abrasada lentamente. El miedo destruía la esperanza, y los ojos de Respuesta vieron imágenes nublosas sobre las paredes de las construcciones: sombras de cuerpos que se apuñalaban en el vientre, cuerpos que colgaban de un nudo de soga, cuerpos que se abrazaban a otros cuerpos de diferentes tamaños antes de tirarse al vacío,  cuerpos que yacían, cuerpos que morían, cuerpos que corrían en un intento inútil de huir y cuerpos que huían no corriendo, si no huyendo de su vida para no sufrir la muerte que esa sombra colosal parecía ansiar entre sus alas.

Pero la curiosidad y cierta porción de instinto de valentía le conquistaron, y miró hacia arriba para enfrentarse a la mayor amenaza a la que podría enfrentarse nunca.

No vio nada. El cielo seguía iluminado por una luz de un amarillo tan pálido que casi era blanco, difundida por una nube inmensa que cubría todo el mundo. Fuese lo que fuese, lo que hace unos instantes estaba allí arriba, sobre él, había desaparecido. Siguió mirando al cielo, y al poco tiempo pareció evidente. La amenaza se ocultaba por encima de las nubes.

Pregunta ascendió. Al principio, más alto que los humanos y animales. Luego, más alto que las ruinas de la ciudad. Después más alto que los árboles. Más alto que los bosques. Más alto que los montes. Y después más alto que el cielo. Pregunta nunca había volado ni levitado despierto, pero no porque ahora lo estuviese haciendo por primera vez, iba a resultar menos natural. Olvidó por un momento que iba tras algo, se distrajo mirando las nubes bajo él y el cielo sobre él. Pero al mirar a los lados se acordó de qué perseguía. Estaba a su lado. Al otro lado, también. También detrás suyo. Pregunta era un dragón. Un dragón asesino.

Él era lo que perseguía.

En cuanto se dio cuenta, su mente se colapsó, y perdió el control de su cuerpo mil veces más grande que la ciudad que acababa de destruir. Y cómo había ascendido, comenzó a descender. Todo pasó en menos de u segundo, y el mar de nubes no fue lo suficientemente denso como para salvarlo de la caída. Iba a morir. Antes de chocar contra el suelo, fue capaz de distinguir una figura familiar, pero no conocida, dos grandes óvalos naranjas y negros con motas azules y moradas, que no eran más que sus ojos reflejados en un charco del suelo, formado por la espontánea lluvia.

El impacto contra el suelo le despertó de inmediato. Seguía en el mismo sitio en el que recordaba haberse dormido, sobre la paja del establo, junto a su yegua, que le miraba preocupada. Se alejó de ella para no hacerla daño, arrastrándose por el suelo con fiereza, asustado de él mismo, y cogió el hacha que reposaba sobre la madera de la habitación de ambos y la alzó para que cayese sobre su brazo. Respuesta se elevó sobre sus patas traseras, relinchando, aterrorizada por la inusual actividad ofensiva de Pregunta hacia sí mismo.

El acero afilado estaba a punto de cortar de una vez su carne y su hueso, pero reparó en que ya no era su sueño, y su brazo era su brazo, y no todo escama y garra. Tiró el hacha al suelo, justo a tiempo, removiendo ésta el barro seco y levantando polvo al frenar sobre la tierra. Pregunta respiraba con rapidez y de manera intensa, pero se fue relajando conforme se hacía a la idea de que ya no era un dragón. Uno no se despertaba de la irrealidad lógica de un sueño solamente con abrir los ojos, pero el sueño seguía vivo hasta que la realidad aplastante lo hacía añicos entre sus manos. Respuesta  se acercó a ella, la yegua, también más sosegada, con el cuello gacho, acariciando con cariño su hocico contra la cara de él, que sudaba. La imagen del fuego se fue disipando, reemplazada por la de un establo de madera carcomida con dos habitantes, así como la imagen de la yegua tratando de calmarle, y no consumida por el fuego que él escupía tras cada bocanada de aire. Era de noche, y los carcrajos verdes -unos insectos de gran tamaño que producen un sonido parecido al acero raspado por la noche- que chirriaban a toda voz eran la prueba irrefutable de ello.

Pregunta fue de nuevo a su cama -un montón de paja mal dispersada a lo largo del suelo- colocada al lado de la yegua, rodeada de tres lumbres encendidas, que empezaban a agonizar por la cera que ellas mismas habían producido. La visión del fuego le espantaba en ése momento, y con un soplido desganado pero intenso, las tres llamas se inclinaron, y se fusionaron con la oscuridad.

El hombre acarició a la yegua, la besó en la frente y se acostó entre la paja sucia, deseando no volver a soñar con fuego.

Abrió los ojos para disfrutar de la visión de la oscuridad fría de la noche, fascinado por esa sensación que se experimenta cuando la lucidez te permite darte cuenta de que, en completa oscuridad, abrir o cerrar los ojos te da el mismo resultado.No pasó mucho tiempo hasta que se hizo la diferencia entre los ojos abiertos frente a los ojos cerrados, cuando, tras la luz de una antorcha que ardía con fiereza, una silueta sombría se hallaba alzada frente a él, tan sólo a unos pasos de distancia.