jueves, 2 de enero de 2014

Y siguió andando...

Pensar en ello le mareaba a veces... Era como andar sobre arenas movedizas. A veces te apoyabas en un montículo, otras en otro. Lo lógico era pensar que el hecho de que tus puntos de apoyo cambiaban era señal de que el destino siempre estaba cambiando, o sea, que no existía tal cosa como el destino... Pero otras veces sin emargo, todo parecía tan escrito... A veces el presente, o lo que en tu pasado era tu futuro, parecía un traje hecho a medida...

Era de noche aún. Dicen que la noche es más oscura justo antes de amanecer, pero esa noche llevaba oscureciendo más y más a cada momento que pasaba, y sin embargo, la cara luminosa del Sol no salía. El techo del mundo, como llamaban al cielo algunos aldeanos que él habría conocido, quizás hace mucho, quizás hace poco, marcado con puntos blancos, unos más grandes, unos casi invisibles, algunos brillantes como los ojos azulados de una muchacha de cabello moreno, parpadeaban en esa tela azul oscura casi negra como lo hacían los ventanales del comedor de un gran castillo en una noche de celebración. Sin embargo, el cielo nocturno, cuando se presentaba de esa manera, era omnipotente, poderoso, y daba pena dejar de mirarlo, como... Como a los ojos azulados de una muchacha de cabello moreno. Las fiestas de los grandes castillos producía el efecto contrario: era algo que cualquier persona en su sano juicio desearía evitar.

El joven, el caballero destinado a la gloria, a una princesa, se citaba con la bóveda a la mínima señal que diese de tornarse oscura, con pecas blancas. Con prisa, salía de dónde estuviese, evitaba toda luz terrenal, montaba a Respuesta mientras la acariciaba con las manos, sus brazos rodeándola el cuello musculado, y, a todo galope, los dos huían al punto más solitario y céntrico de la llanura más lejana de poblacion posible. Algunos buscaban cálidas posadas o cálidas y morenas posaderas para pasar la noche. Él y Respuesta huían a la soledad y calma nocturna. Él fumaba delicioso tabaco de pipa y pensaba, y, ella, Respuesta, se acomodaba cerca suyo, o dónde hubiese agua. La encanta el agua.

Parecía que todo se parase, ni un sonido alarmante ni humano, más que su respiración al exhalar e inhalar un humo denso y de color azúl pálido al ser alumbrado por la luna, la respiración del aire y de Respuesta, el sonar de los hierbajos al pisar sobre ellos cuando sus piernas estaban entumecidas y agarrotadas, algún que otro relinchar de Respuesta... Pero claro. Todo esto era lo normal. Y esta noche, no era lo normal, si no, no estaría apunto de relatarla.

Desde el árbol solitario en el que habían pasado toda la tarde, Respuesta se encontraba dando vueltas al lago que tanto la atraía, y mientras él le daba vueltas a su indomable destino de rostro desconocido, el horizonte brillaba con luz naranja, perfilando la montaña que ocultaba una aldea, cuya proyección de luz era tan discordante con la inmensidad negra. Acababa de volver de una decepcionante partida hacia otro lugar, lejano a él mismo que ésa noche alumbraba. Su intención de fugarse a otro lado lejano al árbol y la laguna que tan vistos habían tenido ya ese día se había visto frustrada por la existencia del dichoso poblado que ahora iluminaba anaranjado. Ellos querían estar alejados de cualquier poblado cuando estuviese establecida la noche, y al descubrir el poblado que tan desapercibido les había pasado por la mañana y por la tarde por la ausencia de luz propia ya siendo entrada la noche, decidieron dar media vuelta y pasar la tenebrosidad consecuente al atardecer, ahí, en ese árbol, cercano a esa laguna. Como ya he escrito unos párrafos arriba, la noche parecía infinita. Algo consternaba al caballero. Algo que no tenía nombre. Insomnio quizá fuera el más apropiado. A Respuesta no le ocurría lo mismo, pues yacía tranquila desde hace ya una considerable cantidad de tiempo. Todo estaba silencioso, hasta que, recostado en el tronco más grueso del árbol, con el torso desnudo, nuestro caballero pensativo vio interrumpidos sus vanos pensamientos de madrugada por lo que le pareció ser gritos. ¿Gritos? Sí, eran gritos lo que habían callado los pensamientos en su cabeza ni joven, ni madura, y se habían superpuesto a esa voz que, decidida y suave le hablaba a nuestro caballero desde un rincón pernocta de su cabeza. Se habían superpuesto los gritos dentro de su cabeza como se superpone el aceite al agua. Tanto espacio habían ocupado dentro de su cabeza esos gritos de origen desconocido pero tan obvio para vosotros, mis inteligentes pero selectos lectores, que sin pensarlo, nuestro caballero, de momento protagonista de ésta mi historia, la cuál ni yo sé el final, sin darse cuenta apenas, se puso de pie. Instintivamente. Para él, al contrario qué para vosotros, no estaba tan claro de dónde venían los gritos. ¿Qué boca o bocas los exclamaban de manera tan rota? ¿Por qué motivo? No parecían consecuencia de un buen motivo. Rara vez la gente gritaba de emoción, ¿o no era gente la fabricadora de tal omnipotente ruido, que también se había superpuesto al calmado silencio de la noche? La respuesta era incógnita para él hasta que fue demasiado obvia. ¿Cuándo lo fue para nuestro protagonista? Cuando vio la luz de lo que, muy probablemente eran antorchas acercándose a toda velocidad, bajando la montaña, que había perdido esa iluminación anaranjada y discordiante suya de hace escasos momentos. ¿Por qué? Parecían claras dos cosas: los chillidos eran humanos, y no sólo de humanos, si no que eran de humanos que corrían despavoridos colina abajo abandonado la comodidad de las hogueras, la calidez de sus amantes, de sus camas de acolchada paja... Parecían humanos que gritaban de terror. Respuesta, como a su compañero y nuestro protagonista, también le alteraron los chillidos, y, de un salto, se puso en pie, incómoda, inquieta.

¬ ¿Qué es? ¬ inquirió con tono juguetón a la yegua el humano.

Y ella no respondió con nada más que inquietud, y eso también inquietaba al caballero.

Observando al horizonte y a las alteradas llamas que se acercaban cada vez más a su posición, el temor y la intriga dentro de los dos aumentaba por momentos. Una llamarada inmensa, de proporciones de pesadilla, cruzó la negrura del cielo, abrasó el frío, y acabó de romper con la calma de nuestro protagonista, y de Respuesta no se sabrá nada hasta dentro de un poco, pues, lectores, estalló a correr y se perdió en la negrura irrumpida de la noche. Nuestro protagonista giró la cabeza, preocupado, desesperado, y quiso gritar ¡RESPUESTA! pero no le salía la voz. Todos sus sentidos estaban pendientes del origen y la razón de esa enorme lengua de fuego que había absorbido la oscuridad tranquila y pacífica de la noche, y había, ni mucho menos, separado a Respuesta de él. Mirando al cielo, oyo otro estruendoso grito.

Éste no era humano, y era demasiado monstruoso para ser animal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario