domingo, 6 de julio de 2014

Sombras.

Había calor en vez de aire, y miles de olas de fuego abrazaban una ciudad inmensa, que antaño fuese reluciente en su palidez, de pura blancura en la cima de los edificios y de barro y lodo en los pies de esta, pero siempre viva, ajetreada, ocupada y vociferante. Sólo veía tales rasgos en relámpagos de luz que recordaban lo que una vez había sido lo que ahora ardía, divisaba tales imágenes en el nimbo denso y extenso que ocupaba el cielo pintado de negro sobre la realidad presente de la ciudad. Una realidad de carbón, cimientos al rojo vivo, estelas de llamarada que se agarraban los cuerpos de la gente que, sin éxito, trataba de huir de la más cálida de las muertes. Las llamas les perseguían, volaban tras ellos, rugiendo ése idioma especial del fuego, tan cálido, destructor y agresivo, y, a quién alcanzase, no le soltaba, abrazándole con ardor romántico entre sus brazos abstractos, hasta que, lo inevitable llegaba, y el abrazo les consumía entre gritos, calor y espanto. Pregunta miraba desde lo alto, y vivía el incendio que venía del cielo para inundar el suelo de una forma extraña. Sentía el fuego dentro de él, pero cuánto más trataba de liberarse de ése mar en su interior, más incendio había bajo él. Bajó desde las nube unánime que componía el cielo, en ímpetu instintivo de ayudar a mitigar el sufrimiento que una visión más amplia y nítida de lo normal le otorgaba. Era él, pero no estaba en su cuerpo, aunque eso no le impedía ayudar.

Al bajar y contemplar de cerca el averno que representaba la ciudad en llamas, movió las manos, agitándolas, aunque no alcanzaba a verlas, en intento de producir señas para que la gente atrapada en fuego supiese que en él había ayuda, pero surgió el efecto contrario: los hombres, las mujeres, los niños, las niñas, los animales huían de él. No importa quiénes fueren o quiénes pretendiesen ser: caballeros, soldados, asesinos, ladrones o pícaros... Todos huían. Incluso Respuesta, cuya expresión de horror era peor que toda la escena junta. Pero él no desistió. Tras comprobar que no era suficiente mover los brazos, alzó la voz, rasgando la garganta, abriendo la boca con fiereza que rozaba lo salvaje, notando una cantidad desbordante de aire amontonándose en el vacío que había creado la apertura de sus fauces. Fue a gritar, pero algo gritó más fuerte, y más salvaje que él, y seguido del grito fue otra oleada de llamas de una fusión de colores naranja, azules, moradas y negras, que pasó tan cerca de él, que pensó que le había rozado. La fuente del monstruoso sonido procedía de un lugar también próximo a su posición, y pareció implícito que sendos llamas y rugido iban de la mano.

<Eso ha estado cerca> pensó, y alzó los brazos para cubrirse, tapándose la cabeza, dirigiendo la mirada hacia el suelo de arena blanda ennegrecida y esculpida por los miles pasos de horror que contaban el deseo de huir, el deseo de sobrevivir. En el suelo vio algo que le aterró, algo monstruoso, algo inhumano, algo sobrenatural. Unas sombras de color gris bailoteaban, nublando la unanimidad de los colores brillantes y oscuros que brillaban por la nívea luz del cielo encapotado. Unas alas que parecían de un murciélago gigante ensuciaban la luz cegadora, pero el miedo a esas alas cegaba aún más. Las alas debían estar sobre él, pues justo le tapaban y ni siquiera pudo ver su sombra. Fuera lo que fuese lo que había allí arriba, era incluso más grande que la ciudad entera que moría ante sus ojos mejorados, abrasada lentamente. El miedo destruía la esperanza, y los ojos de Respuesta vieron imágenes nublosas sobre las paredes de las construcciones: sombras de cuerpos que se apuñalaban en el vientre, cuerpos que colgaban de un nudo de soga, cuerpos que se abrazaban a otros cuerpos de diferentes tamaños antes de tirarse al vacío,  cuerpos que yacían, cuerpos que morían, cuerpos que corrían en un intento inútil de huir y cuerpos que huían no corriendo, si no huyendo de su vida para no sufrir la muerte que esa sombra colosal parecía ansiar entre sus alas.

Pero la curiosidad y cierta porción de instinto de valentía le conquistaron, y miró hacia arriba para enfrentarse a la mayor amenaza a la que podría enfrentarse nunca.

No vio nada. El cielo seguía iluminado por una luz de un amarillo tan pálido que casi era blanco, difundida por una nube inmensa que cubría todo el mundo. Fuese lo que fuese, lo que hace unos instantes estaba allí arriba, sobre él, había desaparecido. Siguió mirando al cielo, y al poco tiempo pareció evidente. La amenaza se ocultaba por encima de las nubes.

Pregunta ascendió. Al principio, más alto que los humanos y animales. Luego, más alto que las ruinas de la ciudad. Después más alto que los árboles. Más alto que los bosques. Más alto que los montes. Y después más alto que el cielo. Pregunta nunca había volado ni levitado despierto, pero no porque ahora lo estuviese haciendo por primera vez, iba a resultar menos natural. Olvidó por un momento que iba tras algo, se distrajo mirando las nubes bajo él y el cielo sobre él. Pero al mirar a los lados se acordó de qué perseguía. Estaba a su lado. Al otro lado, también. También detrás suyo. Pregunta era un dragón. Un dragón asesino.

Él era lo que perseguía.

En cuanto se dio cuenta, su mente se colapsó, y perdió el control de su cuerpo mil veces más grande que la ciudad que acababa de destruir. Y cómo había ascendido, comenzó a descender. Todo pasó en menos de u segundo, y el mar de nubes no fue lo suficientemente denso como para salvarlo de la caída. Iba a morir. Antes de chocar contra el suelo, fue capaz de distinguir una figura familiar, pero no conocida, dos grandes óvalos naranjas y negros con motas azules y moradas, que no eran más que sus ojos reflejados en un charco del suelo, formado por la espontánea lluvia.

El impacto contra el suelo le despertó de inmediato. Seguía en el mismo sitio en el que recordaba haberse dormido, sobre la paja del establo, junto a su yegua, que le miraba preocupada. Se alejó de ella para no hacerla daño, arrastrándose por el suelo con fiereza, asustado de él mismo, y cogió el hacha que reposaba sobre la madera de la habitación de ambos y la alzó para que cayese sobre su brazo. Respuesta se elevó sobre sus patas traseras, relinchando, aterrorizada por la inusual actividad ofensiva de Pregunta hacia sí mismo.

El acero afilado estaba a punto de cortar de una vez su carne y su hueso, pero reparó en que ya no era su sueño, y su brazo era su brazo, y no todo escama y garra. Tiró el hacha al suelo, justo a tiempo, removiendo ésta el barro seco y levantando polvo al frenar sobre la tierra. Pregunta respiraba con rapidez y de manera intensa, pero se fue relajando conforme se hacía a la idea de que ya no era un dragón. Uno no se despertaba de la irrealidad lógica de un sueño solamente con abrir los ojos, pero el sueño seguía vivo hasta que la realidad aplastante lo hacía añicos entre sus manos. Respuesta  se acercó a ella, la yegua, también más sosegada, con el cuello gacho, acariciando con cariño su hocico contra la cara de él, que sudaba. La imagen del fuego se fue disipando, reemplazada por la de un establo de madera carcomida con dos habitantes, así como la imagen de la yegua tratando de calmarle, y no consumida por el fuego que él escupía tras cada bocanada de aire. Era de noche, y los carcrajos verdes -unos insectos de gran tamaño que producen un sonido parecido al acero raspado por la noche- que chirriaban a toda voz eran la prueba irrefutable de ello.

Pregunta fue de nuevo a su cama -un montón de paja mal dispersada a lo largo del suelo- colocada al lado de la yegua, rodeada de tres lumbres encendidas, que empezaban a agonizar por la cera que ellas mismas habían producido. La visión del fuego le espantaba en ése momento, y con un soplido desganado pero intenso, las tres llamas se inclinaron, y se fusionaron con la oscuridad.

El hombre acarició a la yegua, la besó en la frente y se acostó entre la paja sucia, deseando no volver a soñar con fuego.

Abrió los ojos para disfrutar de la visión de la oscuridad fría de la noche, fascinado por esa sensación que se experimenta cuando la lucidez te permite darte cuenta de que, en completa oscuridad, abrir o cerrar los ojos te da el mismo resultado.No pasó mucho tiempo hasta que se hizo la diferencia entre los ojos abiertos frente a los ojos cerrados, cuando, tras la luz de una antorcha que ardía con fiereza, una silueta sombría se hallaba alzada frente a él, tan sólo a unos pasos de distancia.

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