miércoles, 26 de febrero de 2014

Bailando con el viento, II

Al principio se quedó petrificado. Mas, segundos después, una efervescencia digna de un experimento químico explosivo recorrió de pies a cabeza el cuerpo y la entera existencia de Pregunta. Y eso fue exactamente lo que ocurrió a continuación: una explosión. Sin apenas reparar en ello, casi inspirado por los gritos de los pájaros grandes que surfean los bosques, la boca y garganta de nuestro protagonista se abrieron, y explotó su alma en forma de grito. Qué exclamó, ni yo lo tengo claro, pues no sé si gritó un tremendo y rasgado - pero grave - "¡EH!", pues así era cómo llamaba Respuesta a Pregunta cuando pretendía reunirse con ella ( aunque esta no siempre asistiera, ni a la primera, ni segunda, ni tercera... De hecho, a veces ni iba ), o, de otra manera, y vocalizando pésimamente, exclamó "¡BIEN!", pues no era si no más que obvio que la felicidad reemplazaba la pesadumbre en cuerpo y alma de nuestro protagonista. Y bien, ¿cómo si no reaccionaríamos nosotros al ver que lo que más queremos en esta vida, y más necesitamos, tras ser perdido, es encontrado?

La irracionalidad de la euforia había poseído por completo a nuestro protagonista, que al ver que, su querida, no, su amada yegua se dirigía hacia él corriendo, incluso con cara de felicidad en su rostro animal, había empezado a convulsionar por todas las extremidades y partes de su cuerpo, pataleando contra el suelo, ahora con una pierna, ahora con las dos, como si al hacerlo sonasen mil bombos de potencia inimaginable, saltando, agitando los brazos, estirándolos al cielo, estirándolos hacia el suelo, sumergiendo sus manos en la tierra, humedeciéndolas, agarrando la fertilidad de la naturaleza en sus manos, y esparciéndola en el aire.

Pues la felicidad que la euforia nos causa, es irracional y no merece la pena reparar en ello. Y no hay más que añadir, pues si no conocéis la sensación que vive nuestro personaje, la sensación de que tu cuerpo se extiende y se mezcla con la potencia y libertad del viento, del entorno, de la naturaleza, del campo, entonces hay algo que falta en vuestra vida. Algo muy bueno, y que lejos de ser humano, es divino: el alma despierta.

Y el alma estuvo confusa. Todo ocurrió rápido. Fue nuestro protagonista a besar y abrazar a su yegua, cuando, con el hocico, ésta le levantó, impulsándole desde el vientre a su lomo, y, sin esperar ni un minuto, estalló en un remolino de velocidad.

<¿Qué?> se preguntaba ahora, la racional desorientación de nuestro protagonista. No era la amplitud y enormidad del campo y la naturaleza que surcaban a toda velocidad su yegua y él lo que le desorientaba, si no el recibimiento de Respuesta.

<Mi yegua y yo. Lo demás no importa>

Al fin y al cabo, lo de correr sin rumbo a toda velocidad en el mar del campo era algo que los dos hacían a menudo y disfrutaban por igual. Respuesta corría lo más rápido que podía, y, hacerme caso, era muy rápida, y Pregunta se abrazaba a su cuello o estiraba los brazos a los lados, dejando que el viento hiciese pedazos las limitaciones de su cuerpo humano.

Y eso hicieron los dos. Disfrutar. Juntos.

Seguía atardeciendo. Y el tiempo pasaba corto para nuestro protagonista, pero su percepción del tiempo no era realista.

Hasta que anocheció sin que se dieran cuenta.

Hasta que llegasen a una cabaña sin que Pregunta se diese cuenta.

Hasta que se detuvieron, y Pregunta se dio cuenta de todo a partir de ahí, aunque no supiera nada: una cabaña marrón oscurecida por el anochecer, en la madera de la cual se reflejaban aún los últimos destellos de luz anaranjada. Al lado izquierdo de la cabaña, la yegua bebía. Al lado derecho de Respuesta, una mujer, que con una antorcha en la mano, dejaba ver levemente la humilde belleza que reinaba su rostro (a estas alturas, lectores, ya os habréis dado cuenta, ¿no?)

Pues su rostro, y con él unos ojos negros alumbrados por la luz anaranjada de la antorcha miraban a nuestro protagonista. Y nuestro protagonista fijaba su mirada, acorde con la negrura azulada, naranja y morada del anochecer, en su rostro femenino. De humilde y sencilla belleza.

Bajo la luz de una antorcha, anaranjada al anochecer.

Bailando con el viento, I

Calor era lo que le esperaba. Y a ella. Nada si no calor. ¿Amor? Demasiado pronto. Sólo calor. Pues es lo que la fricción, en este caso futura, de dos cuerpos, descubiertos, leve y parcialmente iluminados por el fuego de una hoguera, arañazos por la espalda, en los muslos, en los brazos, caricias en la cara, besos en el cuello, mordiscos en el labio.¿Futuro? Porque aún no había pasado. Pero va a pasar.

Y posiblemente vosotros os lo esperáis más que nuestro protagonista, pues su mente, su tiempo y su cuerpo no hacen más que vagar en busca de una yegua. Hacía ya unas horas que se había puesto el sol en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al suelo, y el día brillaba entonces amarillo y azul. Contrarios a la energía con la que había amanecido Pregunta, sus pasos ahora andaban con pesar, y así el cuerpo se tambaleaba, en armonía con sus pies, cansados y buscando a Respuesta.

Había descendido una pendiente reluciente, verde como los ojos la leyenda de Bécquer, esos ojos verdosos que se escondían tras una fuente. Dirigió su mirada al frente, bajo el sol. Luego a la derecha. Había un bosque a lo lejos. Nuestro protagonista lo avistaba pequeño, sin imponer ni un ápice, pero la realidad contaba otro cuento: el de un bosque tan frondoso que los rayos solares tenían suerte si llegaban a alcanzar el fértil suelo marrón, húmedo, lleno de rocas grises, gusanos, ratones y ardillas. El bosque no era si no un paraíso para los animales salvajes, ya que su enormidad y su luz moteada a diferentes alturas asustaba hasta  a los más aventurados cazadores. Los venados corrían en paz entre los troncos, unos gruesos, otros delgados, de los árboles. Las ardillas formaban remolinos entre las hojas secas del suelo, y  cuchicheaban con los ratones. Los únicos predadores que moraban por el bosque eran osos, escasas panteras, manadas de lobos grises de ojos amarillos, perros marrones enormes... Las leyendas incluso hablaban de uno o dos chimpancés, pero, de hecho, las leyendas son sólo leyendas, y ningún hombre que se conozca vivo se había adentrado en el bosque y había respirado sus secretos, ¿no?

Lo que no eran leyendas eran el águila de tamaño atrevidamente grande, que, sobrevolando las copas de los árboles, revolvía el cielo haciendo giros y piruetas, surfeando lo invisible. Y a pesar de la frondosidad y abundancia de los árboles del bosque que a la luz dejaban pasar a duras penas, el águila lo veía todo, pues al fin y al cabo, todo águila tiene ojos de águila, y los ojos de águila lo ven todo.

Aunque ese animal alado, bailando con el viento fascinó y captó la atención - así como la idea de que en ése bosque reinaba la libertad de la naturaleza - de nuestro protagonista, algo más lo hizo, a la izquierda de su visión. Y cuando ésta otra cosa llamó a todos los sentidos de Pregunta, el cerebro de éste nuestro protagonista reservó los pensamientos de los lobos, los posibles chimpancés y los venados, las ardillas y los ratones, de la libertad en el bosque y bailar con el viento como el águila mientras vigila en un cuarto especial que sólo habría en momentos de soledad nocturna - la cuál solía y ansiaba compartir con Respuesta de nuevo - bajo la luz y compañía de la noche y las estrellas, que, sin venir a cuenta, vengo a mencionar, que eran sus momentos favoritos de sus días.

¿Y qué fue lo que captó su atención, lectores, a nuestro protagonista, más que tan maravillosas ideas, si no lo evidente?

Exacto. No fue ni las ideas de libertad, ni lo que el director de su imaginación pensaba como libertad lo que nuestro protagonista ansiaba verdaderamente. Lo que él verdaderamente deseaba, y lo que desvió al coche que es su cabeza de la carretera de la imaginación y la fantasía al camino de la realidad ( aunque ni Pregunta ni yo, su creador, tengamos aún claro si no es la fantasía otra realidad mejor que la realidad que vagamente se nos ofrece ) era su propia libertad. No la idealización de ella, ni cómo la imaginaba. No. La suya. Su libertad.

Fue un relincho lo que le despertó de los sueños de bosques y águilas y animales salvajes en primer lugar. Luego, por supuesto, ver a Respuesta haciendo amplios círculos a una considerable distancia respecto a su posición, sobre las verdes llanuras. Estaba casi atardeciendo.


martes, 18 de febrero de 2014

Pues a veces buscas uno, y encuentras tres...

Oía música. Pero la escuchaba desde dentro. Era una sensación extraña. Uno suele pensar que cuando se escucha algo, es porque ése ruido es externo. Pero la melodía que resonaba en un amanecer naranja y abierto no venía de ningún lugar más que de dentro. Un grito silencioso que pareciese arropar todo lo que encontrase a su camino, una armonía. Y era una sensación magnífica la de cantar callado.

No puede describirse el paisaje natural que se exponía inocente, joven... ¡Es más! ¡Rejuvenecido! Un paisaje rejuvenecido e impetuoso que no puede describirse sin que parezca que se cuenta el aspecto de un cuadro de amplitud inmensa, de marco azul por arriba, naranja y amarillo en el centro y verde, marrón y gris por debajo. Un cuadro que cuenta nubes alargadas y lisas, blancas y rosas, que alaba cada una de las pequeñas líneas que perfilan el contorno colorido de una naturaleza intacta que amanece...

Y hago un salto descarado en el tiempo hasta el mismo momento en el que escribo esto para recalcar lo maravillosa que es la idea de comenzar el día con tres cosas: soledad para admirar la naturaleza intacta, pura, millones veces colorida y silenciosa, una música interior que entona con lo que se podría llamar el alma, y, por último, una meta a la que llegar. Un propósito que cumplir. Invito, pues, a mis lectores, allá dónde estén y cuando me lean, campo o ciudad, día o noche, que si no logran hacerse con ninguna de las tres ideas fantásticas que expongo unas líneas arriba (que ya es difícil, pues amaneceres hay todos los días) , les invito a que se atrevan a desearlo como lo que más, a luchar por ello, pues hacerlo, despierta tu alma como el amanecer que vive Pregunta despierta el ritmo ilusionado en sus pasos hacia una yegua perdida, como el amanecer despierta al día con color y silencio. Y nada más que eso. Color y silencio.

Pues no eran si no casi frenéticamente las carreras que corría de vez en cuando nuestro caballero, cerrando los ojos, intentando visualizar a Respuesta, y el viento acariciando con agresividad su cara, e intentando, con más dificultad, visualizar lo que visualizaría Respuesta en ése momento si se hallara corriendo con él, en la vasta libertad que se le presentaba. A veces, si el cuerpo le susurraba a la mente mediante cosquilleos en las piernas y en los antebrazos que el cuerpo echase a correr, cuerpo y mente se daban las manos, y allá iban, sin pensarlo, a ningún sitio. Y era difícil negar que en esa clase de momentos, era libre.

De vez en cuando, las cosquillas acariciaban el interior de la garganta de nuestro caballero, y era un grito lo que el cuerpo, totalitario pero no mal intencionado, pedía a la mente. Y mente y cuerpo se sumían en un beso apasionado y extravagante cuyo resultado era un grito desgarrador que surcaba el viento, ascendiendo al cielo, donde esperaba que las aves le escucharan, y que, como sus pasos precipitados y acelerados, los llevaba el viento, y por supuesto, no olvidemos, su música interior.

Y un grito acompañado por un animal que se disfrazaba de humano, que corría hacia la nada en un amanecer de colores y belleza, una vez más, sólo comparable a la mujer, un humano el cuál habría hecho que a Descartes y a toda su teoría de ser humano natural limitado por las leyes biológicas y físicas se les revolviese la tripa y les entrara dolor de cabeza, fue lo que ocurrió y provoco que destino o casualidad, avanzaran un paso más, pues por sólo que se sintiese, no lo estaba.

-¿Quién es ése hombre que se cree gallo, gritando de tal manera sin el Sol siquiera asomado? -le preguntó la joven a la yegua.

Algo está a punto de encontrarse, pues a veces, buscas uno, y encuentras tres: un animal, la naturaleza que amanece.

Y una mujer.

lunes, 10 de febrero de 2014

Incontables son las maravillas que la vejez aguarda...

Un capítulo sobre encontrar dos cosas que buscabas bajo la máscara de sólo buscar una. De las intenciones ocultas. Sobre cómo se superponen a nuestra consciencia y actúan sobre nosotros, alterando nuestras decisiones y actos. Un capítulo sobre lo inesperado en encontrar lo que buscas y lo que quieres, y encontrar algo más.

Y el temor que conlleva la consciencia de saber que nada, y mucho menos la sorpresa, es eterno.

- Es una yegua robusta, de pelaje marrón oscuro. ¿Está usted segura de que no la ha visto?

- Escuche, la definición no es que sea algo muy específico, si necesita ayuda, va a tener que ayudar más, ¿comprende?

La mujer de apariencia campesina y humilde no era desagradable al hablar, si bien, no sabía si le desagradaba hablar con él o por el contrario, le agradaba ofrecer su ayuda a un caballero que busca su caballo. Un caballero sin caballo es cómo un águila sin alas, cómo un pájaro enjaulado.

-Es veloz... Muy veloz. ¿Acostumbran a ver por aquí yeguas veloces como llamaradas que cruzan el cielo quieto de la noche?

La mujer anciana murmuró, desviando su mirada arrugada, pero no por ello menos vívida hacia el barro que había en el suelo, como buscando un rastro de las huellas del animal.

Sin darse cuenta, Respuesta imitó su gesto, sólo que en el sentido contrario. Ni siquiera era consciente de la referencia que había hecho al acontecimiento previo de esa noche, tan inesperado y extraño.

<Un dragón>

No le convenía adentrarse mucho en pensamientos de su posible futuro, que había llamado unas horas atrás a su presente en forma de fuego sobre negro.

Volvió en sí antes de divagar más en asuntos del sino y sus dragones de llamas, intentando mantener su concentración en asuntos aparentemente más útiles. Su yegua. Pregunta.

-Chico, no pareces muy presente en éste momento. Deja que esta anciana, sin ningún título vistoso ni atractivo más que el de ´humilde´ te de un pequeño consejo: sea lo que sea lo que en realidad ansías y buscas, no divagues en otros asuntos. Una cosa a la vez. O si no, te desbordarás y no tendrás ni gloria ni un futuro soleado.

-No me molestan las nubes, ni la lluvia.

La anciana sonrió, una sonrisa pura y tan inocente que parecía un cuento falso que fuese anciana.

-Bien, crío, lo que sea eso que buscas se hará más vistoso por momentos. -hizo un parón y avistó esa mirada que tanta vida escondía al horizonte- Mira al este. Amanece.

Devolvió su mirada a Respuesta de nuevo, y a éste le transmitió tanto. Le sugirió toda una vida. Una sola mirada.

Inclasificables los milagros que la vejez aguarda.

-Si de verdad es una yegua lo que buscas, no pierdas tu tiempo en éste pueblo abandonado de la mano de la fortuna. No encontrarás nada más que gallinas que huyen despavoridas y cerdos que intentan esconder a sus almas de la muerte. Y no me refiero a los animales, precisamente. No es muy buena la compañía humana que esta aldea pueda ofrecerte, y menos a una yegua que huye asustadiza.

-Sin embargo, usted ha sido muy buena compañía, anciana.

Y Respuesta dirigió una sonrisa a la mujer. Y ella sonrió de vuelta. Una escena enternecedora, ¿no es cierto? Dado que Respuesta no acostumbraba a sonreír a los de su especie.

-Procura alejarte de antros cómo del que has salido. No es sitio para alguien que recorre territorios perdidos en la compañía pacífica de un animal. Si quieres encontrarla, busca por las colinas que nos rodean. Aguarda de las cabañas solitarias que puedas encontrarte escondidas entre ellas, - una última sonrisa aterrizó en la comisura de los labios de la anciana justo antes de que ésta desapareciese en la niebla del amanecer que llegaba, con la forma de andar propia de la vejez, pero un ánimo en sus pasos propio de la juventud, y ni eso. Una forma de andar a la luz de un nuevo día única, en peligro de extinción. No para esa anciana.-

<Una imagen esperanzadora.>

La figura mediocre (no necesariamente en el mal sentido) de la mujer se alejaba con delgadas líneas amarillentas y anaranjadas perfilando los bordes de su cuerpo pequeño y delgado. Caminaba entre las siluetas negras, sombrías de cabañas y establecimientos que apagaban sus candeleros interiores para permitir que fuera la luz externa la que iluminase su interior. El amanecer avecinaba un espíritu de vida explosivo, casi dañino de lo positivo que era.

Invito pues a todos mis lectores a reflexionar sobre la forma de andar que llevamos, ¿pues qué si no es lo que nos lleva a los sitios a los que queremos llegar? Y bien, no pongáis excusas, pues siquiera hacen falta piernas para andar. Tomemos ejemplo, como Respuesta de la Anciana, de la vejez, y el impulso que les mantiene con vida ante una muerte tan cercana. ¿Pues no somos todos ancianos al fin y al cabo?

´Un placer,señora´ fueron los pensamientos de nuestro caballero antes de respirar hondo el aire del amanecer rosado y anaranjado que poco a poco ya cernía sobre unos centímetros por encima de la superficie. Y caminó, con una energía similar a la de la anciana, hacia las colinas que se levantaban por debajo de la aldea, situada sobre una colina de mayor altura.

Y ése respiro pareció absorber la fuerza que explotaba en el beso entre la noche oscura y negra y el amanecer.

Negro y naranja.

jueves, 6 de febrero de 2014

Dos sombras femeninas...

Era de noche.

El largo pelo le ondeaba, bailando con el viento. Libre. Parecería una escena despreocupada: una melena morena revolviéndose con el aire en la noche despejada, sin embargo, ella era de todo menos despreocupación.

Es cierto que ella no tenía lo que se consideraba un físico ideal, ni siquiera en aquella época. Pero sus ojos, sus ojos representaban todo lo complejo que forma parte de la belleza. Y eso que eran sólo unos ojos. Inspiraban confianza. Hablaban. Los ojos son el espejo del alma. 

Si es que tal cosa como el alma existe.

De todas maneras, no era su físico lo que la preocupaba. Era el caballo que, despavorido, con prisa y asustado, había aparecido cerca de su cabaña. El trote acelerado del animal la había sobresaltado, a ella y a los humildes infantes que dormían sobre paja, en el suelo. La mujer que la alojaba ni siquiera se inmutó. Pero ella... Ella salió a toda prisa por el hueco perfilado con madera de cerezo que debía ser la puerta. Los infantes pensaron que se escapaba, y por un momento, ella también lo pensó. Tal vez por la velocidad y decisión con la que se apresuró a fuera, en la intemperie nocturna, por un simple trote veloz de un caballo, o tal vez fuera el hecho de que, últimamente, huir estaba a la orden del día en su vida.

Allí vio al caballo, levantándose sobre sus patas traseras, relinchando. Una persona podría interpretar que lloraba angustiado. Se acercó, con cierto recelo y miedo. En la ciudad, todos los animales eran considerados bestias. Pero también es cierto que ya no estaba en la ciudad, ni quería. Así que siguió andando, y cuanto más se acercó, se llevó una leve sorpresa. No era un caballo, era una yegua.

Y ése sólo hecho, hizo que se sintiera más segura, con menos miedo de acercarse a ella, de acariciarla, incluso algo en el interior le pedía...

Y ése algo en su interior se convirtió en algo que ocurría a toda velocidad, cabalgando sin rumbo hacia el este, por dónde, poco a poco, una línea amarilla y rosada avisaba con el canto de los mirlos y las golondrinas la llegada del amanecer. Azul claro, rosa y amarillo.

Ella, la chica con cabello moreno que surca el viento, la belleza atípica y la máxima expresividad de sus ojos, asustadiza, huidiza, joven, dándose cuenta de lo encarcelada que había estado hasta ahora al sentirse libre, sobre una yegua, encorvó la espalda, acercando sus labios, rosados, al cuello musculoso del animal. Acariciando su cuello, sentía cierta empatía hacia la yegua.

Huidiza, asustada, joven, encarcelada.

Huidiza.

-Tú también huyes de algo, ¿verdad? - le dijo la chica, pensando que susurraba, cuando en realidad gritaba como si no hubiese mañana-

Pero el silencio de la yegua, el seguir avanzando a toda velocidad, al fin libre y entusiasmada por algo real y no cuentos de niñas, no podía más que encontrarse con éstas preguntas, que rondaban alrededor suya, volando junto a su pelo, como pequeños pájaros, revoloteando, coqueteando con los límites de su espacio referente a la comodidad:

¿Por qué huiría alguien que lo tiene todo? ¿Por qué escapar de la comodidad de tener la vida solucionada? ¿Del confort en no hacer nada respecto a ello?

¿Por qué, siendo tu padre el rey?

domingo, 2 de febrero de 2014

Respuesta.

Un dragón. Cualquiera diría.

En realidad, parecía muy obvio. Una gran llamarada cruzando el cielo, gritos como chirridos, monstruosos y elevados, quiero decir, seguro que hasta vosotros os lo esperabais, ¿no, lectores?

-Bueno, Respuesta, me encantaría decir que estoy encantado, pero tu presencia no me ha producido tanto placer como para que merezca la pena el decirlo - dijo el viejo, gesticulando amargura, casi pésame en su rostro.

-Le entiendo. ¡Sólo! - nuestro protagonista saltó de la silla en la que estaba sentado y casi exclamó sus palabras, con desprecio bien disimulado - Solo dígame a qué viene eso que me llamas... Respuesta.

De verdad era lo único que, tras un rato de contestar preguntas obvias, le interesaba o podía interesar de ése hombre. Incluso ése horizonte que parecía observarle, vacío, le había causado mayor impresión y asombro que las esquivas respuestas obvias que el viejo escupía con su irritable y grave voz.

-Bien, ¿pues no es obvio? Llevas desde que has empezado a hablar conmigo preguntando, y preguntando, y preguntando... En busca de respuestas. No es mala idea que el nombre de un hombre sea lo que éste ansía, ¿no?

Y se largó de la estancia, cojeando.

<<Pues vaya. Un dragón al que seguramente tendría que matar. Seguramente era el de la profecía, el de los poemas y heroicidades que hablan. Pues vaya, qué emocionante encontrarte con destino>>

No nos vengamos abajo, lectores, al menos sabemos cómo llamar a nuestro caballero a partir de ahora. Respuesta. Así es. ¿Acaso no tiene razón éste desagradable personaje que es el viejo? Pues parece a veces, que cuando de verdad ansiamos algo y lo queremos con todas las fuerzas, ¿no parece que llevemos ese deseo como algo tan propio y nuestro como lo es el nombre? ¿No nos consumen los minutos y los días y la existencia lo que ansiamos y no tenemos?

Respuesta.