jueves, 29 de mayo de 2014

PreMonitorio.

Ya hacía casi un mes desde que habían llegado, y la cueva se había convertido en un nuevo hogar para los dos. La cueva oculta les había proporcionado todo el confort que una guarida natural podía proporcionar, incluso más de lo que uno habría podido imaginar: Pregunta tenía cúmulos rocosos en los que escribir y dormir con pasmosa comodidad, lo que satisfacía con creces las necesidades y caprichos básicos del humano, y Respuesta no había tardado más de una hora desde que hubieran llegado en procurarse un recoveco en el que descansar. Tanta paz, armonía y seguridad respiraban las rocas que revestían la cavidad del cerro elevado, que hasta la yegua, casi siempre intranquila y alerta, se permitía el lujo de descansar sobre su costado derecho, encajando sus cuatro patas negras como el azabache con atisbos rojos y delgadas líneas blancas al llegar a los cascos y reposando su cabeza musculosa con un rombo blanco dibujado entre sus ojos, grandes, profundos como su nuevo hogar, y ante todo expresivos sobre el liso suelo color crema oscurecido por motas negras, carmesí y azul océano de brillo casi mate. El contraste parecía una pintura expuesta en la mejor galería de la familia más noble de la Ciudad. Y sin ser todas esas ofertas naturales y gratuitas suficientes, desde cualquier punto del pasillo oriundo de la montaña construido por la Madre, el foso horizontal obsequiaba a sus inquilinos con unas vistas dignas del Olimpo. A todas horas, yegua y hombre gozaban de la dicha del espectáculo congénito e improvisado de la naturaleza, el dibujo maestro de los cielos, las nubes, las luces, las extensas llanuras, las picudas montañas...

Ésa tarde el cielo se presentaba con nubes de contrastado perfil, el blanco del algodón inmenso de la bóveda celeste se separaba en manso ímpetu de las sombras de sí mismo, y a su vez del color añil del cielo, que ya empezaba a colorearse naranja mientras abrazaba de manera arrulladora y casi agresiva el borde las montañas y los campos.  En especial, una nube en forma de aro que, con imaginación y vista amansada y tranquila,  como era la de nuestro protagonista, parecían un ojo en el cielo, con el cielo dentro. Toda una obra maestra de poesía no escrita.

Y como así  era, Pregunta no dudó ni un momento en aprovechar el tiempo que quedaba de luz para, de la manera más fiel que le fue posible, describir la escena, mientras Respuesta pastaba un poco más abajo del cerro, a unos 200 pasos.

Cuando terminó su requerimiento artístico interno y tras un endeble e infiel intento de dibujar la pose celeste tan poco merecedora de aquella pésima patraña visual, observó dos cosas con flaca decepción la primera, con más pesar la segunda: la primera, se había manchado de la imborrable tinta negra la mano izquierda y parte del antebrazo derecho. La segunda,  se estaba quedando sin tinta. Lo poco que le quedaba la había malgastado en el fallido intento de arte visual y en sus dos nuevos, improvisados e indeseados tatuajes.

-Tendré que comprar tinta.

Suspiró, con cierta parsimonia y disgusto, en voz baja para sí mismo y para cada rincón, pico, costra y piedra redondeada de la galería subterránea que era su casa. La cueva le respondió con difuminado eco.

La Luna estaba a punto de nombrarse regente del reino celeste, y sólo un atisbo de pálida luz morada alcanzaba las partes más menguadas de las esculturas verticales de piedra y roca, en las cuáles, casi de la nada, se alzó la sombra de un perfil robusto y elegante de cuatro patas, panza, crin y cabeza en reposo ennegrecido por el anochecer. Respuesta aguardaba ahora a unos metros de la puerta redondeada de la cueva, y su grupa, crin y parte posterior de sus patas brillaban con reflejo macilento,  indicio de que la Luna se sentaba en su trono oscuro y flotante, cada vez más alto.

-Casi me olvido de que seguías ahí fuera - dijo Respuesta sonriendo con voz plácida - como siempre eres tan silenciosa y tranquila aquí...

Hasta el silencio de la cueva hizo ver a Pregunta que acababa de excusarse de la manera más estúpida posible. La presión del silencio profundo y redondeado le hizo volver a hablar sólo.

- ¿A quién intento engañar?  - repitió, ahora con un tono de voz más anímico y una sonrisa más amplia, casi dejando escapar una sigilosa carcajada - Perdona...

Otro silencio, pero éste menos desolador. La miraba a los ojos a pesar de estar a treinta pasos de la entrada de la cavidad, desde las profundidades, ahora sumidas en la oscuridad más leve, dilucidando el perfil de la yegua contra el fondo morado y azul marino oscuro de la nocturnidad, pero pronto anochecería y ni las sombras podrían huir de la oscuridad.

- Estaba absorto contemplando las sombras en la pared de la caverna - continuó. Se rió con la primera vocal mientras andaba hacia el exterior, para abrazar a la yegua y pasar adentro de nuevo, esta vez, con un brazo acariciando su crin ensuciada por el polvo de la cueva.

Cuando ya estuvo fuera, mientras mantenía su cabeza apoyada sobre la de ella, rodeándola el cuello en forma de abrazo, paseando los dedos por sus cortos pelos negros, como si de un gladiador rozando las espigas se tratase, avistó al fondo, a unos kilómetros, una forma humana, que avanzaba hacia la cueva, encorvada, superando las rocas que se interponían en el camino de llegada, intentando ocultarse en las sombras. Pero aún no había anochecido del todo, y el mundo aún no era un mundo de sombras. Se veía cómo alcanzaba, entorpecido, balanceando lo que parecía una larga melena blanca, enredada y sucia a cada paso que daba hacia la cueva, propiedad no firmada ahora de sendos yegua y hombre.

Hasta que desapareció entre las sombras que la Luna no llegaba a desenmascarar.

-Supongo que ha anochecido del todo. -susurró a Respuesta, en cierto modo intranquilo, a la vez que la daba un beso entre los ojos, justo en el rombo blanco. Parecía que un copo de nieve se había fundido en frío y calor en su frente, pues incluso en la oscuridad se notaba lo níveo del intermedio de sus dos ojos.

Ya dentro, con Respuesta adormecida, acurrucada en su rincón, encendió una lumbre sin armar escándalo -para no atraer la intranquilidad de Pregunta ni la asistencia de indeseados- con la intención de recoger el desastre de pergaminos y plumas que se había olvidado de recoger. Al acabar, armado con una lanza poco más pequeña que su cuerpo, echó un vistazo al exterior para comprobar que nadie se hallaba cerca de la cueva. Si había que defenderse derramando sangre, que así fuese. Pero no sin preguntar antes.

Durmió agarrado al frío férreo de la lanza.

Soñó con un gran ojo naranja, llameante de rabia y maldad elegante.

-m-

martes, 27 de mayo de 2014

Pregunta II

A la luz de una lumbre protegida por cuatro paredes de cristales sucios y ligeramente fragmentados por las esquinas, sacó dos trozos de pergamino y una bolsa de tela rugosa con dos plumas envueltas en papel amarillento y desgastado, y con ellas, otra bolsa de mayor tamaño de la misma tela que la bolsa de las plumas, de un color marrón viejo, y sacó de su interior un frasco redondeado de vidrio grueso con tinta negra color cuervo. En el interior de la caverna había todo tipo de rocas: rocas abruptas y puntiagudas, piedras llanas y curvas, y en una cantidad muy reducida, piedras lisas como madera pulida que bien podrían ser  la mesa de trabajo de un escriba. Era idóneo para que Respuesta escribiese sus memorias antes de que se desvaneciesen. Antes de que los detalles más significantes de su vida llena de experiencias se desvaneciesen, reemplazados por otros más recientes, antes de que el pensamiento más fugaz se fuera en un viaje a la nada con el viento, antes de que cualquier detalle físico y metafísico de una vivencia muriese sucumbiendo al paso del tiempo, antes de perder cualquier detalle... Apuntaba de todo, desde cómo sonaba un canto de mirlo a mediodía en diferencia a media tarde, hasta que había sentido y pensado al estar dentro de una desconocida usurpadora de yeguas que bien podría ser una asesina. Apuntó de todo a lo largo de su vida: la dirección del establo donde se hallaban sus animales favoritos, entre ellos Respuesta, el color de los árboles que crecían al lado de su casa de la infancia, las expresiones en los ojos de su madre y la posición de manos de su padre... No desconfiaba de su memoria, pero a veces le traicionaba.

Un amanecer, al poco tiempo de haber inaugurado su viaje en búsqueda de aventuras, sabiduría y encuentro con su yo interno, tras una velada en el insomnio,  no fue capaz de recordar su nombre. Como casi todas las noches, se habría preguntado cosas, y habría reflexionado,  pero esa velada fue tan intensa y abstracta que olvidó su nombre de nacimiento, por completo. Esto ocurrió hace ya tres años desde que comienza esta historia, y desde entonces, cada día se le presente un nombre diferente que bien podría ser el suyo, o bien podría no serlo... Pero a dónde iba, a dónde se dirigía, su nombre no importaba, y no era esta su intención, porque los árboles y los animales no te llaman por tu nombre, si no que directamente susurran al alma de uno, y le conquistan con mensajes en un idioma que no podemos entender, si no sentir.

Desde entonces, sus diarios de acontecimientos recientes se convirtieron en una recopilación de sucesos cercanos y de todos los acontecimientos lejanos y pasados en los que pudiera pensar.

De esta manera, se puso a escribir sobre los pasados cinco días: la llamarada en el cielo, el ojo naranja, su bautizo, la anciana, Respuesta perdida, el deseo de estar en el Bosque, la búsqueda, la mujer y su calor, Respuesta hallada, la sombra que oscureció sus expectativas de esperanza, la huida, el miedo y la duda,  incesante compañera y ése preciso instante, protagonizado por el sonido del extremo de la pluma rascando el pergamino estriado, y una pregunta que, desde la llamarada en el cielo oscuro, le daba punzadas en el interior de la mollera: ¿Recuerdas a dónde ibas ahora?

El fuego contra el frío había solidificado la confusión de sus intenciones: había quemado hasta las cenizas su certidumbre y había helado aún más la incógnita de su destino, de su trayecto, su meta.

Lo apuntó en el pergamino con una sensación incómoda soplando con fuerza en su cabeza. Respuesta relinchó desde el exterior, junto a la puerta de la caverna.

jueves, 1 de mayo de 2014

Respuesta I

Atardecía un cielo joven que parecía sonreír con luminosidad en su vasto rostro azulado y anaranjado. Las nubes más densas parecían pintadas con óleo en la línea del horizonte, rota en su lado inferior por montañas rocosas, de un color añil oscuro las más próximas, de color cobalto sucio y aclarado las que estaban en segundo plano, y la estela de las nubes más ligeras se mostraban difuminadas a lo largo y ancho de la bóveda celeste de color índigo y cítrico rosado. Parecían brochazos amplios e infinitos, y la totalidad del cielo era un cuadro paisajista que transmitía refinada tranquilidad. Los árboles, verdosos, hacinados unos detrás de otros, parecían el público silencioso del concierto de la naturaleza: susurraban secretos que sólo Gaia entendería, y se acariciaban zalameras en una lengua antigua y pura sus hojas, diciéndose palabras que el viento llevaba a los oídos de todo el entorno bucólico y sólo conquistado por el verde, el azul, los animales salvajes que tenían la suerte de correr y volar libres en vez de yacer en el plato sucio de algún señor de manos grasientas y regordetas, y, sobretodo las melodías congénitas de la tranquilidad.

Todo este pacífico e idílico reino de nadie observaban nuestro caballero y su yegua. ¿Alguna vez me he parado a explicaros el origen e historia de estos dos personajes principales de ésta humilde y casera lectura?

Sentado ante la escena del ocaso, Respuesta respiraba del aire que le adulaba el rostro con cariño y afecto, mientras recordaba, al mismo tiempo que el horizonte rocoso se tornaba del color de la sangre y el techo de la Tierra se oscurecía con apacibilidad, sus días, sus semanas, sus años pasados, que inexplicablemente habían decidido sobrevolar y llover en el interior de su cabeza, y, observando la delgada línea pálida y argéntea de la Luna Naciente, la tormenta de su vida y las gotas fluviales de sus acontecimientos empezaron a caer sobre su conciencia mansa y receptiva,  humedeciendo los contenidos que el cajón llamado memoria aguardaba, y lo que había olvidado aparentemente procedió a caer sobre él cómo inacabables y implacables gotas de aguacero de las que no podía resguardarse, salpicándole y empapándole de su propia historia...

Él, que apenas recordaba su nombre de nacimiento, y llevaba el que le había puesto el hombre de una taberna, era un niño-hombre de unos diecisiete años de edad. ¿Niño-hombre? Puede que en apariencia física fuera un fuerte y esbelto hombre, con cuerpo y expresión de caballero, ojos oscuros cómo la noche que regentaba sobre ellos, cabello largo hasta los hombros, ligeramente rizado, y del color de sus ojos con un toque rojizo perfilando la circunferencia de su iris, lampiño en cuerpo y tronco, pero en su cabeza todo lo reinaba la curiosidad e intriga digna de un niño y un filósofo, pues si estaba seguro de algo, había sido gracias a haber pensado sobre ello más de un día y más de mil noches. Todo lo demás eran intrigas, incógnitas, muchas equis posibles y miles de íes. Era pensar, reflexionar y asombrarse hasta ante lo más soporífero y cargante, hasta ante lo más ordinario y corriente. Era consciente de que existía, pero no conseguía figurarse para qué... Un campesino, para labrar las tierras, un ganadero, para criar animales, un mensajero, para transportar comunicados, un maestre, para aconsejar a sus lores, un caballero para protegerlos, un lord, para reinar y ser aconsejado, un príncipe, para esperar su Reino y ansiar gobernarlo, un Rey para gobernar y mantener a raya al reino, y un reino... ¿Para qué era un reino? ¿Para mantener a raya el demonio que se escondía en el reino personal de cada hombre, mujer y niño? ¿Era éso? ¿Era un reino una forma de protegerse de los individuos y sus demonios? ¿O de controlarlos? Todo el mundo creía saber que si no hubiese reinos el mundo sería un caos sin fin liderado por los impulsos egoístas de cada uno, ¿pero de verdad lo habían probado? ¿Quién había afirmado tal cosa? ¿Debían muchos sufrir una prisión casi inconsciente por estar establecida desde su nacimiento para que unos pocos pudiesen liderarlos por un camino que esos pocos deciden si es bueno y justo? La duda era la reina, el razonamiento, el rey. Pero entre toda esa razón, la pasión y los instintos quemaban las paredes de sus entrañas con llamas cálidas, que dibujaban sombras oscuras y candentes a lo largo de sus venas.

Él tenía el título de caballero, y los caballeros debían proteger a sus lores, y llevar a cabo misiones que se les asignaban. Eran gente fuerte y a menudo injusta con sus menores pero educada con sus mayores... Le había concedido ése título el señor de su ciudad natal, un hombre anciano y orgulloso, que ante todo, reconocía las virtudes, la fuerza y las habilidades. Antes de ser nombrado caballero, servía de escudero de un caballero varias veces curtido en batalla, fiero y apático, que pasaba sus horas y días frecuentando espectáculos de lucha - en los que se lucía y manifestaba con fervor y unas ganas enormes, como si de amar a una mujer se tratase - que apestaban a sudor y estúpida y vanal muestra de hombría. Murió por una rama de árbol que le cayó encima, mientras estaba en misión en el Bosque Mazo Marrón. De haber abierto un libro en su vida, habría sabido que ése bosque era conocido y temido a partes iguales por ser habitado de unos árboles cuya madera era tan fuerte que rompía las hachas de los que intentaban talarlos, y no habría tenido la osadía de cometer un acto tan ignorante como pasar bajo una de ellas en plena estación de otoño, cuando las ramas de los árboles mazo - así eran denominados comúnmente - mudaban, para crecer más robustas y fuertes unos meses después. Había visto cómo su cabeza quedaba aplastada por una rama del tamaño de un pasillo de cualquier castillo menor, y un grosor que era  más que los dos, caballero y escudero juntos y duplicados por cuatro. La sangre había salpicado las ramas del árbol y sus calzones blancos y rojos al rededor de la cinta que cubría sus tobillos. La verdad, no le había afectado lo más mínimo. No tenía muchos lazos con ninguna persona, y menos con el bruto y sobre musculado de su caballero. Nunca le había caído agradable desde que le dio un libro para que leyese y el muy idiota había empezado a leerlo del revés. Curiosamente, el libro que le había entregado se titulaba 'Historias Fidedignas y Leyendas de Bosques, Animales y los hijos de Gaia.' Era de sus libros favoritos, ya que le hacían soñar con tierras inmensas, tierras de nadie, pacíficas, amables y justas, siempre gobernadas por las leyes de la creadora, de Gaia, de la Tierra, su madre. 

Tras ése acontecimiento, Respuesta había tomado una decisión, había sufrido una epifanía, había despertado. Había decidido ir en caballo, trotando el mundo, visitar cada lugar inhóspito y fantástico del que hablaba el libro, y a las criaturas que habitaban y escondían en sus entrañas más verdes y oscuras, y aprender de todo ello. Volvería a hurtadillas a su ciudad, liberaría a su yegua favorita y saldría a reencontrarse con su verdadera madre. Con suerte su madre y su señor padre no se darían cuenta. Leería y cabalgaría, libre. Leería sobre religiones antiguas y olvidadas, sobre héroes y sobre secretos del mundo que a nadie interesaban pues no traían ni poder ni gloria sobre ningún reino, mas que el del conocimiento y la liberación interna.

Y su epifanía se convirtió en realidad, mas no le dolía estar sólo la mayor parte del tiempo: tenía a Pregunta, y la compañía humana, después de todo, no le interesaba demasiado, o no tanto como miles de hojas escritas y por escribir...