domingo, 1 de febrero de 2015

El Abandonado.

Tres meses harían cuando el Sol abrazase el campo verde grisáceo con el último brazo de su día. Las primeras dos semanas habían pasado lentas, tediosas, aburridas y extraordinariamente infernales. El resto de semanas transcurrieron obviadas para el cerebro de Pregunta. La escasez de comida y de bebida, la suciedad corporal y espiritual y la falta de luz exterior habían procurado minuto tras minuto destruir al máximo su integridad. Y lo consiguieron. Pregunta había sentido cómo su ser le abandonaba,  y por sentirse, ya no se sentía ni corporal. No tenía ni extensión. A las semanas de reclusión, sentía la vividez de su cuerpo desintegrarse, deshacerse de él, abandonarse, la atmósfera asesinaba poco a poco la escasa vida que habitaba bajo cada uno de sus poros, y el resultado fue un dramático tono marrón y gris que pintaba su piel. La mugre ocupaba los interludios de sus uñas, manos, pies y párpados. Los ojos no le brillaban ya si quiera, y cualquier sensualidad y sedosidad que formase parte de su rostro había sido reemplazada por grietas, que, de ser más grandes, habrían sido la piel de un elefante. La rugosidad y la suciedad eran ahora atributos mayores de su apariencia. Por no hablar del pelo, directamente inexistente. Lo que antes fuera una larga melena, ahora era puro polvo en el aire. Sólo unos pequeños y duros pelos grises intentaban crecer de entre tanta calvicie, y por mucho que aspirasen a tocar el cielo, acababan cayendo al  suelo. Su fuerza muscular, como muchas otras cosas, había abandonado ya su cuerpo, dejando tumbado en el suelo de una celda mugrienta, costrosa y sucia, a un lánguido, pálido y moribundo ser humano, roído hasta la médula por el paso del tiempo y por la falta de luces solares y lunares. Un despropósito de la existencia, que bien se podría haber confundido con un harapo destrozado. Nada lejos de la verdad, pues eso era, solo que en humano. Si se le podía calificar como tal ahora. Era el ejemplo perfecto y muy llevado al extremo del paso del tiempo y envejecimiento penoso, solo que aún era joven. Alguna parte de él, aún era joven.

Pero la mente era peor. Su inconsciencia había sido exhaltada, su mente, como su cuerpo, decidió abandonarle. Por completo. Era, a nivel mental, un ser inerte, vegetativo, ensuciado,  perjudicado, desnutrido, gris, abandonado, moribundo e inválido. El estar y el no estar no se podían ya ni diferenciar en tan neutral esperpento, que, como ya os he dicho, llevaba tres meses encogido en una celda, sin ninguna fuerza ni vitalidad en él - o mejor dicho, ello - , apoyado de mala manera en una esquina de la celda a la que le habían confinado. Ni vivo, ni muerto del todo, pero sí muy inerte.

Los esclavos del Reino, y por esclavos me refiero a los sumisos del Reino, nobles, caballeros y ciudadanos que, como rebaño, miraba donde señalaba el dedo del pastor. Del Rey. Ellos tenían la responsabilidad de ésta inutilidad en Pregunta, de éste estado en el que se encontraba. Habían pensado de manera muy primitiva y radical, que si bien el hombre no quería poner sus cualidades y su ser al servicio del Reino, bien podría perder sus cualidades y su ser. De manera muy poética, acabaron los sumisos hablando de lo apropiada que era la nueva casa y cuánto mimetizaba Pregunta con la celda en la que estaba, pues los dos parecían piedra, sólo que Pregunta parecía piedra más antigua y más rota.

Aunque no supiese qué pensaba, qué lucía, afuera o adentro, algo si que notaba. Aunque no pudiera hacer nada al respecto, si hacían algo con él, lo sabía. Y eso era lo peor de todo. Le habían hecho olvidar sus principios, le habían hecho comer carne, le habían hecho olvidarse, le habían hecho ver cómo azotaban a su yegua, a su querida yegua... Una llama quedaba encendida en él. Lucía débil, quemaba lento, pero no perecía.

La voluntad.

Aún sentía cierta furia, cierto instinto de venganza y de justicia que intentaba derrotar a los vientos de la inutilidad para exteriorizarse. Necesitaba fuerzas. Necesitaba...

- Levántale. - dijo una voz rasgada. La voz hacía eco en las paredes de piedra. El ambiente era húmedo.

- ¿Esta celda? - respondió otra voz, un poco más angustiosa y aguda. Chillona.

- Sí, coño. ¿Cada vez los hacen más retrasados? ¡Joder!

La voz primera le era familiar. Sonó un golpe, que resonó con disimulo en la estancia. Pregunta despertó levemente del sueño - o pesadilla - que le reinaba, y una angustia le recorrió el inmóvil cuerpo. ¿Dónde estaban sus cosas? ¿Cómo Respuesta? ¿Sus notas? ¿Qué venían a hacer ahora? ¿Que parte de él iban a asesinar ahora? ¿Qué atributo suyo venían a mutilar?

Y es que poco a poco, le habían aniquilado. Por fuera, por dentro. Había llegado el punto en el que, el dolor, con sus  duras y rugosas manos, había agarrado la garganta de su cordura, y había estrechado, y estrechado, y estrechado, hasta que no hubiera podido más. Y cuando no pudo más, coincidió con el instante en el que había visto cómo quemaban a Respuesta, cómo la azotaban, y cómo habían hecho que un gigante de metros y cuarto, borracho hasta la médula, la violase, mientras recogían dinero en un recipiente cóncavo, que permanecía en el suelo bajo un cartel lucrativo que rezaba: El Gigante y la Yegüa, un amor que prevalece. Pregunta recordaba estar entre un cúmulo de gente que gritaba, que lloraba de la risa, que lanzaba botellas de cristal y verduras varias al pobre animal. Recoraba estar sujeto por dos hombres armados y con vestimenta de guerra, entre todos esos diablos, que con tal crueldad gozaban. Recordaba cosas poco nítidas, risas confusas y chillonas, risas histéricas, y los gritos de dolor de la yegua violada por aquél brutal mastodonte, nada humano. Eso lo recordaba nítidamente. Demasiado nítido. Demasiado doloroso.

Fue en ése momento, en el que los ojos de Pregunta decidieron dejar de ver. Parte de Pregunta se había automutilado, curado contra tan cruda realidad. Inconscientemente, quiso asesinarse, a él y a su percepción. Los pájaros ya no cantaban, las hojas de los árboles ya no cuchicheaban entre ellas, ni los hierbajos, ni arbustos. Los arroyos  ya no silbaban cerro abajo, las montañas se negaban a ser ellas y se habían convertido en mustia arena. Las olas ya no mareaban, y seguían todas una dirección común, mar adentro, no a la orilla. La existencia de Pregunta y su manera de ver el mundo ya no cantaba y cabalgaba, si no que lloraba. Y Pregunta no se sentía en sí, y ni dolor ni alegría habitaban sus días. Los tres meses que concluirían ése mismo día al desfallecer el Sol le habían dejado vacío. Completamente vacío.

Aun así, Pregunta, totalmente pasivo y sin capacidades de reacción, en ése mar de estímulos desenfocados y confusos, esperaba, al menos, oír noticias de Respuesta. Sólo quería saber de ella. No sabía para qué, pero su cuerpo se lo pedía como el comer. Quizás Respuesta fuese lo único de Pregunta que seguía vivo. ¿Pero seguía viva sólo en su interior? ¿Había finalizado la vida real de lo único que permanecía en él?

Se sintió alzar. Se sintió cogido en brazos. Sintió dos gotas caer en su cara. Sintió sentarse en algo que se movía. La luz que se había negado a ver, dolía en la oscuridad de sus cuencas. Se sintió alzar de nuevo, y sentar de nuevo, en algo estático ésta vez.

Escuchó, de mala forma, una conversación. Lo que afuera era un amanecer morado y naranja, Pregunta reconocía como una noche sin estrellas. Sólo voces y un murmullo del viento.

- ¿Crees que es suficiente? - preguntó uno. - ¿Es ya lo suficientemente vulnerable?

- Sin duda. - respondió una voz que había escuchado antes. - Le podrías decir que cogiese un cuchillo y rajase a su querido animal, que se duchase entre los restos del cadáver, que mease sobre ellos y luego lo comiese, y estaría tan dispuesto como ahora. ¡Já! Mírale. No te costará ver la realidad en lo que digo. - al hablante le debía parecer extremadamente divertido eso que contaba. Soltaba risotadas y alaridos de satisfacción personal y diversión. Era una voz que se jactaba de su crueldad, con una tonalidad extremadamente oscura.

- Hazle caso. - dijo la voz del pasillo de piedra. - El chico sabe lo que dice.

- Está hecho, entonces. Mañana mismo pondré en prueba eso que decís. Me viene genial éste suceso, justo ayer tuve que matar a mi último bufón. El subnormal tuvo la idea de camelarse a la joven que calentó mi cama mientras estabamos aquí. - dijo la voz que había hablado primero.

- ¿La que sangraba y lloraba como una niña de 8 años? - interrumpió otro.

- La misma. Solo que tenía siete. - respondió el primero.

Carcajadas.

- Bueno. - el otro había decidido continuar con el humor, con respiraciones forzadas entre tanta risa - Mañana ya tendréis nuevo entretenimiento. Alimentadle bien y podrá mover el cuerpo. Su voluntad individual es ya inexistente. Es una marioneta viviente. Pobrad lo que os hemos dicho. Hacer que se bañe y se coma a su yegua. - siguió riendo.

-No dudéis. Así se hará. Estoy pensando en hacerlo una representación que alimente el espíritu del pueblo. Puedo figurármelo. Gente especulante, acumulándose para ver el gran festival, el gran acontecimiento. Riendo. Cantando. Vitoreando a medida que el hombre mata y come a la bestia. Haré de ello una pequeña obra de teatro. Se llamará: El Hombre que se enamoró de una Bestia y tuvo que acabar con ella. Tendrá un final feliz.

Cuatro figuras estaban sentadas bajo el amparo de un ciprés desnudo a medida que el Sol alcanzaba a abrazar el paisaje con su último brazo. La noche comenzaba a reinar, y tres  de las figuras reían con sorna. A más no poder. Al unísono. La otra figura permanecía inmóvil, inerte, apoyada en la dureza de las rocas,  sin decir ni hacer nada.