domingo, 19 de enero de 2014

Y conversaron, mientras algo le observaba...

No podía evitar notar una enorme y a su vez invisible presencia observándole. Mirándole de cerca, a lo lejos. No era alguien, era algo. Desconocido, creía. Desde luego, no era el hombre con el que estaba manteniendo una escueta conversación ni su manera de mirarle lo que le inquiría duda e incertidumbre, quizás incluso un poco de miedo. Esa clase de miedo que sufres por cosas que no sabes que son, pero sin embargo, y muy contradictoriamente, sabes que son, que existen. Desde luego, aquel hombre de barba blanca recortada en forma de triángulo, descendiendo pura y bien cuidada por un cuello arrugado que se caía por la edad, de rasgos que inspiraban respeto y afecto a la vez, que cubrían los sentimientos vividos a lo largo de toda una vida en unos ojos más redondeados de lo habitual y muy hundidos en sus cuencas, no le causaba ése miedo. Si bien le interesaba aquel hombre. Por el mero hecho de estar hablando con él. Debía haber algo en este hecho, que a nuestro mitad hombre, mitad niño de protagonista, le emocionaba, le mantenía con los ojos abiertos. Si bien seguía, como siempre, pensando. Siempre pensaba, rara vez hacía excepciones, si estaba despierto. Y ese hombre le había despertado. Y ahora sus pensamientos divagaban por toda la habitación, recorriendo y observando, minuciosamente, cada rincón. La música había descendido en tempo, en alegría, un tono mucho más lúgubre, nocturno y a su vez, liberador, que hizo que nuestro protagonista pensara en un pájaro volando libre en la noche, y como consecuencia, ansiara esa clase de libertad que azotaba y revolvía el pelo del que la disfrutaba: el viento. Había algo en esa canción que realmente le gustaba, le inspiraba. Le recordaba a Respuesta. A cómo se sentía con ella. Intentó grabarse melodía y ritmo en el rincón de su cabeza que se ocupaba de la memoria, para reproducirla en la parte de su cabeza que se encargaba de recordar mientras cabalgase con ella de nuevo, sobre extensos campos bajo el frío manto sobrecogedor que eran las noches de oscuridad, calma y estrellas.

Siguió recorriendo mentalmente, casi de manera metafísica el salón taberna de lo que creía que era una casa de placer. Abundaba el olor a sudor de piel de mujer y el hedor de sudor de hombre, el olor a la cerveza ingerida. Un par de mujeres habían entrado: una morena, otra pelirroja. No eran demasiado ancianas, tampoco demasiado jóvenes, pues no había señales de inocencia en sus esbeltos cuerpos, digno de estatuas y cuadros de nombre ´´Belleza``. Claro que... La belleza de los tiempos de esta historia que relato, no es el mismo concepto de belleza de los tiempos en los que la relato, lo cual me hace sentir obligado a describírosla: la mujer morena, de piel cálida y terráquea, de piernas largas y con abundancia de carne, el punto intermedio entre la obesidad y la flaqueza. Sus caderas, definidas, anchas, pronunciadas; su pecho, abundante, redondeado; sus facciones faciales, tan duras como tiernas al mismo tiempo, si es que eso podía ser: ahí es dónde recaía la belleza. En el contraste, en la refinación de lo brutal, o la brutalidad de lo refinado; lo incoherente, lo misterioso. No era su cuerpo su belleza, si no lo que éste sugería. La mujer pelirroja, quizás más delgada, notablemente más pálida, menos sugerente, quizás; de menor estatura, más fría, puede que más letal: otra vez, la incongruencia y misterio de lo que ése cuerpo podía esconder o revelar, era lo que podía hacer pensar que era atractiva. Que era bella. No importaba si las dos fueran delgadas o gordas, ni una ni otra, ni siquiera importaba si estaban en el punto intermedio. Era la mezcla, la fusión, lo desconocido, el interés que provocaban lo que las hacía tan atractivas, porque,¿qué es atracción en su máximo exponente sino ser consciente de que se desconoce? ¿Saber que no se sabe? La mujer morena parecía recordar a nuestro protagonista el concepto de atracción cada vez que, de manera disimulada, desviaba sus ojos negros hacia él, con suavidad, con dulzura agresiva, tras los telones negros y de iconicidad salvaje que eran sus cabellos, tapando la mitad izquierda de su rostro a cada instante que le dedicaba esa caída de ojos negros tan absorbente. Una vez más, la noche, esta vez atrapada felizmente en los ojos negros de una desconocida. Unos ojos que construían imágenes de descompensada y potencialmente peligrosa lujuria en la mente de nuestro caballero, pensamientos que le alejaban de su presente inmediato y físico, ¿qué estaba haciendo? Ah, sí...

- Bueno, esta conversación decae, sin siquiera haber comenzado - dijo, con tono aburrido, grave, monótono, caído, el viejo con complejo de despertador.

- Es observador, a pesar de lo cansados que parecen sus ancianos ojos.

Le sorprendió la ironía de su respuesta, pues el comentario del viejo sobre su presente inmediato y físico fue el único, que, por suerte y a tiempo, le detuvo de lo que había empezado como una observadora inspección de la estancia, y se había convertido en divagar en imágenes de camas compartidas con mujeres morenas
que mandan mensajes confusos, y le habían devuelto, gracias a todas las cosas, a su presente inmediato, físico y aburrido. Penosamente aburrido. Pero era mejor divagar en mujeres desconocidas.

- Coincido con usted en que he vivido conversaciones más interesantes - mintió Jorge, quien, hasta ahora, sólo había mantenido conversaciones realmente interesantes con una yegua. Que no dejaban de ser interesantes, pero tampoco dejaban de ser con una yegua, que al fin y al cabo, no puede hablar.

Pero eso estaba a punto de cambiar.

- Es normal si lo único que haces es estar pendiente de mi nieta. - el viejo soltó una mezcla entre un resoplido y un suspiro - Si la quieres, son 5 monedas por una noche. Su amiga no va incluida. Ella serían 5 más.

- ¿Acaso son prostitutas?

- Son mi propiedad, y puedo hacer con sus intimidades lo que me plazca. No son suyas, son mías. Si eso las hace prostitutas, así sea. ¿Algún problema?

De repente, una ola de desprecio e indignación recorrieron la existencia de nuestro protagonista.

Calma.

- Bastantes. Lo podemos resolver después de que me conteste unas cuantas preguntas. ¿Quién es? ¿Qué fue lo de ayer? ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Mis propiedades? ¿Cuánto cuesta la libertad de su nieta y su amiga?

Lo podía ver, a pesar de su lejanía a nuestro protagonista. Le estaba observando, entre llamas, naranjas. Le veía, conversando con un viejo, tras una ventana, en un poblado muy lejano a él. Él podía ver lo que pretendía observar, pero lo que observaba no le podía ver a él. Oculto en remolinos de fuego, se sentía poderoso, seguro. Y vio cómo su objetivo le miraba a él, a la nada.

Tras un gruñido y un silencio del viejo, que indicaba que se disponía a responder de mala gana a sus preguntas, nuestro protagonista, miró a través de la sucia ventana, a la lejanía. Seguía sintiendo que algo lo observaba, más allá de lo que el no alcanzaba ver, quizás en la oscuridad, quizás escondido tras ella, sentía irracionalmente que un ojo naranja lo vigilaba. Que la nada lo observaba.

Cuando miras al diablo, el diablo te mira de vuelta.

lunes, 13 de enero de 2014

Imaginación y realidad discordantes...

Se despertó con el tipo de calor que detestaba sobre su cuerpo. Era un calor agrio, un calor que olía a verano y a sequedad. La única explicación lógica para ese calor que le agarrotaba en una noche tan fría como la que sentía en su piel unas horas antes... ¿Unas horas antes?

Y se acordó de lo último que se acordaba: el frío, la noche, la soledad, la tranquilidad, las miles de llamas que se acercaban desde los montes del poblado que había pasado desapercibido al estar apagado, los gritos, la brecha roja y naranja en el cielo negro, Respuesta confusa, Respuesta huyendo, el gran chillido, tan monstruoso, tan aterrador y misterioso al mismo tiempo, la humedad del río, el agotamiento, su cuerpo sobre un caballo... Y el resto se había evaporado de su memoria como se evaporan los sueños justo después de despertarse. Podría pensar que eso era todo, un sueño, y por un momento, lo había querido, pero la nitidez de las llamas que habían cruzado su espíritu hasta ese momento, sin miedo, no tenían nada que ver con lo nublados que eran los sueños, por terroríficos y reales que pudiesen parecer cuando se vivían con los ojos cerrados.

Si no era un sueño, era real... Y si era real... Significaba que tenía que buscar a Respuesta. Y ahora mismo. Veréis... Nuestro protagonista podía vivir cómodamente sin la compañía de los humanos durante largo tiempo, de eso no le cabía duda, pero había algo en la inocente y cruel naturaleza de los animales que no podía dejar escapar de su vida por mucho tiempo. Es todo un caso, nuestro señor protagonista, el caballero sin nombre conocido.

Todo esto pasaba por su cabeza al mismo tiempo que ahora pasa por vuestros ojos, y decidió actuar en vez de sólo pensar y pensar. Se dio cuenta de que aún permanecía con los ojos cerrados por el cansancio, y fue consciente del entumecimiento que poblaba sus extremidades. Estaba tumbado sobre una superficie dura, posiblemente madera, y estaba en el interior de algún sitio... ¿A dónde le llevó ése caballo? Decidió escuchar antes de ver. Oía a lo lejos alguna clase de instrumento de cuerda, quizá varios, y un instrumento de percusión. El olor a cerveza y pintas descubrió a su vez los entrechoques de jarras de cristal, que cantaban notas monótonas y agudas que parecían clavarse en sus oídos, también cansados, de manera muy molesta. Tal clase de molestia acompañada por instrumentos de cuerda y un instrumento de percusión - a su vez acompañados por cánticos desafinados pero extrañamente bien sonantes, quizás por la unión de las voces graves que los cantaban a gritos de borracho - sólo podían significar una cosa: una taberna. Eso significaba que estaría en algún poblado, con gente y granjas, y el hedor de los actos de la gente en las granjas era algo que le repudiaba desde niño, aunque disfrutaba la compañía de sus animales antes de que muriesen. Quiso salir del lugar cuanto antes, pero volvió a darse cuenta de estaba viendo todo aún con los ojos cerrados y los oídos abiertos. Trató de imaginar, antes de ver la realidad tal como era con los ojos abiertos, la realidad que le rodeaba: un establecimiento casi enteramente hecho de madera, músicos al fondo a la derecha de la entrada, una tabernera de porte basto y buena delantera, que, sudorosa, trataba de amenizar el trabajo de su marido en la barra, escurridiza y llena de espuma de cerveza, derramada por un trío de borrachos nocturnos que amenizaban sus noches con embriaguez y la entretenida pero sin resultado búsqueda de una entrepierna femenina, joven y húmeda en la que enterrar sus problemas y obligaciones diarias, aunque fuese al margen de la mujer que las esperaba en casa con un par de críos con mal aspecto y rostro de hambre; mesas y sillas desordenadas, líquido por el suelo, humo bajo el techo, una iluminación tenue pero lo suficientemente intensa para iluminar la oscuridad fría que aguardaba fuera; unas cinco jóvenes casi sin ropa, intentando ganarse unas monedas para cubrir las partes que mostraban arropadas, por el calor de la hoguera y el alcohol, sugiriéndose con todos sus encantos a un grupo de caballeros errantes o caballeros que siempre creen que están en lo cierto, mientras estos intentan, entre bromas y carcajadas que huelen a carne de vaca a la brasa y pinta mal servida, rebajar las exigencias monetarias que las mujeres exigen por su cálida compañía. Pensó en qué más podría haber en el sitio en el que se encontraba y aún no había visto, y se animó a añadirle una cálida hoguera en la pared opuesta a la puerta, al lado de la cuál, se alumbraban las siluetas candentes de dos enamorados que huían de las conveniencias sociales de su hogar en ese ámbito tan cutre y desamparado que podría ser perfectamente el lugar y el ambiente más idílico y romántico, como podría serlo cualquier otro lugar y ambiente, mientras se viva bajo los ojos del amor joven que trata de huir de la realidad social. Pero ante todo, lo que más se imaginaba, era un lugar donde no podría hablar con nadie, ni nadie querría hablar con él.

Ya está, eso era todo lo que nuestro protagonista podía imaginar sobre el sitio en el que se encontraba. Una imaginación poderosa, la de nuestro protagonista. Pero la imaginación, en este caso, al especularse sobre la realidad que se desconoce, no solucionaba la incertidumbre. Se acabó. Imaginárselo era una manera útil de prepararse emocionalmente para el entorno en el que podía estar, y aún así seguía confuso sobre todo aquello... Era hora de abrir los ojos para ver en cuánto se parecía la imagen que había creado para prepararse a la realidad a la que tendría que enfrentarse.

Nada.

No se parecía en absoluto a lo que imaginó. En su imaginación, toda la taberna estaba llena de vida alcoholizada o perturbada por el alcohol, sexo, violencia... Le sorprendió ver la mitad de la estancia con mesas vacías y sillas sobre ellas, no más iluminación que la de unas cuantas velas que, desenfocadas, podían parecer miles de ojos naranjas que le observaban titilantes y nerviosas... Había acertado sobre la mujer de la barra, sólo que la real era bastante más atractiva que la imaginaria, y bebía frente a un hombre, que cantaba, casi con tono enrabietado a la par que entristecido, una canción:

El fuego hierve la paz,
que nuestro pueblo enmienda,
con sudor del hombre,
y la mujer que paciente espera,
y los niños a los que se les habla de guerra,
construimos un sino afortunado,
al que ahora,
las llamas ahogan,
las llamas ahogan.

¿Era ése sólo hombre el que le había parecido que eran un grupo de borrachos que cantaban mal, pero que sonaba bien? Si así era, la profundidad de su voz, que hacía parecer que fueran cinco los cantantes y no uno, era digna de admiración. Aunque con el público que había en ese lugar... Siguió mirando al rededor. Vio a los músicos, un violonchelista, un violinista y un hombre que tocaba sentado un tambor con las manos. Parecían divertirse, al menos más que el hombre de la barra. 

Se incorporó levemente. Era él el que estaba sentado al lado de una hoguera. Se apartó las sábanas de su cuerpo. Mucho mejor. Miró a su al rededor, en busca de lo que antes le acompañaba: la lanza, sus ropas de caballero, sus flechas, su espada mediana, sus botas... Incluso desesperadamente hizo el amago de mirar a través de la sucia ventana de cristal con rombos marcados en ella en disposición vertical por trozos de hierro a ver si encontraba a Respuesta en el exterior.

Nada.

Desesperado, giró su cabeza a la derecha, hacia la puerta, y la imagen de un hombre con barba que se sentaba al lado suyo, y no sólo eso, si no que le contemplaba con curiosidad e intuición intensa que se dejaba reflejar en unos ojos ancianos con voluntad de joven, verdes y grises. El hombre abrió la boca para hablar, y, sobre el chisporroteo de la madera de la hoguera, los cantos del hombre de la barra y la música del final de la sala, nuestro protagonista escuchó, cercana y penetrante, una voz grave, que parecía llevar adjuntada el adjetivo ´´sabio`` con ella.

-Tú tienes preguntas que te atormentan.Tu nombre es lo que te atormenta, chico. Se podía ver mientras dormías. Las preguntas te abruman, te llenan y te vacían al mismo tiempo. El Chico de las Preguntas, te llamaban algunos que han pasado y marchado por este lugar.

-Déjelo en Pregunta, entonces. 

Pensó que necesitaba un nombre, y ése nombre le vino a la cabeza como relámpago que ilumina una noche nublada de tormenta.

-Bien, Pregunta, supongo que lo que necesitas, son respuestas.

sábado, 4 de enero de 2014

Y un estandarte ondeaba sobre él...

<¿Qué está pasando?>

Eso era lo que se preguntaba nuestro protagonista. Hablando de nuestro protagonista y sus preguntas. ¿os preguntaréis cuál es su nombre. O al menos eso espero, porque si no es señal de que nuestro protagonista no es lo suficiente interesante. Su nombre es nada. No tiene nombre. Quizás porque aún no había conseguido nada renombrable. Había conseguido el título de escudero cuando era medio niño, medio crío sujetando estandartes para los mensajeros que iban de aldea en aldea, acostándose con rameras, hablando tratados, haciendo quién quisiera saber qué que harían esa clase de mensajeros. Pero bueno, por ahí iba él, acompañando a gente que no conocía, de la cuál no sabía nada, nada más que ¨los tienes que acompañar y sujetar los estandartes bien altos, pequeño¨, tal como le explicó su madre. Luego conoció a Respuesta. Y luego, por alguna excelente y para nada importante demostración que hizo de manera pública de su habilidad con la lanza, se ganó el insulso y vano título de caballero. Y bueno, como en su aldea nadie tenía asuntos importantes, los caballeros que pertenecían a ella, que bien es verdad que eran escasos si no inexistentes, se dedicaban a vagar entre los territorios preguntando a los campesinos si precisaban de alguna ayuda ¨arriesgada¨. Menuda tontería. Pero resulto no serla. De alguna manera, alguien observó las aptitudes de nuestro muchacho con la lanza, y de algún modo, corrió la voz entre sabidos y sabios del tema, que era uno de los mejores con la lanza de los territorios cercanos a la Ciudad de Oriente. Esa desconocida y ladrillada monstruosidad a la que muchos alababan, y a la que muchos más, consciente e inconscientemente servían desde incluso antes de nacer. No os diré que no ganase cierta fama y reconocimiento pero... él se preguntaba por qué. ¿Por lanzar de niño a manzanas y otros frutos con piedras que él afilaba y posteriormente utilizaba como picos de lanza? Ni siquiera eran animales. No había atravesado un ser vivo jamás. Le daba lástima ver algo que vivía morir. Pero si los demás supieran eso, jamás habría llegado a ser reconocido. Muchas veces, es más, casi todas las veces si no todas, las escaleras al éxito están construidas con escalones de cadáveres. Pero eso era muestra de valía para muchos, muchos que estaban en la cima de esa escalera. Y otros muchos podrían denunciarlo, pero sus voces resonarían como ecos mudos en las cabezas de los de la cima, porque las denuncias sonaban desde abajo de la escalera. Así que, nadie denunciaba ésa escalera. Intentaban subirla, se alegraban si lo hacían, mataban por ascender más, o se acomodaban en su escalón. Pero, una vez más, nuestro protagonista sin nombre pero con fama, no lo comprendía. Ni la conformidad del que vivía abajo del todo, ni la conformidad del que vivía en la cima. Así que él merodeaba, subía escalones sin saberlo, pero preguntándose por qué, observaba la escalera, su estructura, sus habitantes, e intentaba ayudar a todo el que se le hiciese demasiado pesada y larga la subida, por eso le gustaba su título de caballero. Pero lo que aún seguía sin comprender, a parte de la gran llamarada que cruzó el cielo negro, era ¿por qué si no era nadie, se esperaba de él matar esa gran amenaza que el dragón suponía a la existencia de muchos? ¿por qué era ésa su tarea? Había oído a gente decirle que la Ciudad de Oriente necesitaba la ayuda del mejor lancero de las cercanías, y había oído a multitudes que le señalaban, multitudes que aún sin saber su nombre, ni ponerle uno, le hacían responsable de tan molesta y dudosa tarea... Él sabía que sería capaz de matar si podía, tenía un don innegable con la lanza, no se lo negaría, aunque no supiera por qué lo tenía, pero, ¿por qué responder a lo que la gente esperaba de él estaría bien? Le gustaría saber más sobre el ser vivo que estaba destinado a matar, ya que sería el primero que mataba. Si algo distinguía el éxito de alguien sin nombre como nuestro protagonista, era su capacidad de preguntarse sobre lo que hacía hasta que hallase la respuesta correcta, y entonces, iría a por ello. Se preguntaba dónde pondría el ojo y por qué, y cuando hallase la respuesta correcta, ahí pondría el ojo, y ahí pondría la lanza. Así que, antes de proseguir esta incógnita, acabo de encontrar un nombre bueno para éste nuestro protagonista, perfecto para su mayor virtud. Pregunta. Eso es. Pero bueno, ya lo veréis vosotros cuando escriba más, ahora... ¡VOLVEMOS A LA HISTORIA!

Eso se preguntaba nuestro protagonista. Pregunta, sin nada más que sentido de intuición, al ver tal cantidad de fuego, lo más inmediato y eficaz que se le ocurrió hacer fue sumergirse en el lago favorito de Respuesta. Respuesta... ¿A dónde habrás ido? Estaba preocupado por ella. Pero esa brecha roja y naranja que se había abierto en el cielo... ¿Qué era eso y de dónde procedía? Y el grito... Ese grito desgarrador, medio metálico, medio orgánico, que parecía haber sido construido con los miles y diferentes gritos que había provocado a su paso... ¿qué demonios era? Y el interés le pudo.

Con todo el cuerpo empapado y el pelo aplastado contra su cara enrojecida por el frío del agua, sus ojos que veían borrosos, buscaban confundidos la armadura de la que se había deshecho de manera demasiado rápida para haberlo hecho inconscientemente, antes de sumergirse en el lago. Pero no fue su armadura lo que encontró, si no cuatro patas marrones y un gran estandarte de una aldea menor que le resultaba familiar ondeando sobre su cabeza húmeda, confusa y desorientada.

-Sube, niño, te llevaré a un lugar cálido y seguro.

Y le sorprendió que hablara de calidez cuando, hace unos minutos, temía que su alrededor se consumiese por exceso de calor.

Pero por otra parte, todo le pareció, de alguna manera, más tranquilo, más relajado, menos cálido. Pensó al principio que era por su recién salida de un remojo inesperado, pero al mirar al rededor, meneando la cabeza como si fuera una brújula que no sitúa el propio norte, se dió cuenta de que las antorchas andaban tranquilas y en filas desordenadas... Eso significa que no era ningún ejército, pero... ¿Entonces el estandarte? ¿Y ése hombre? ¿Por qué le resultaba familiar? Todo le daba vueltas, todo pasaba rápido...

-Tranquilo, niño, te vi lanzarte al agua como pez que no quiere ser pescado. Supongo que fue por esa bonita antorcha que se ha visto en el cielo. El que la provocó ha dado la vuelta. Sube, y monta un caballo, en cuánto lleguemos te explicaré todo lo que pueda.

Nuestro protagonista asintió, mareado y húmedo e hizo los siguientes pasos que ahora os diré sin apenas ser consciente: salió del lago, se puso la ligera armadura, se subió a un bonito y esbelto caballo que protestó al sentir más peso del que quería encima y, sobre el lomo del caballo, no muy contento de su presencia, se sumió en un cielo negro, una llama que sólo sus colores quemaban la piel, un grito inhumano que espantaba a los humanos, Respuesta huyendo, y, sin entenderlo ni con fuerzas para preguntarse, un ojo, naranja, de fuego, que se abría en el cielo estrellado, y que, de ahora en adelante, le observaría atentamente, de lejos, y de cerca. Y pensando en ojos de fuego, bien abiertos, que lo observaban desde un cielo negro estrellado y contrastado, cerró los suyos.

jueves, 2 de enero de 2014

Y siguió andando...

Pensar en ello le mareaba a veces... Era como andar sobre arenas movedizas. A veces te apoyabas en un montículo, otras en otro. Lo lógico era pensar que el hecho de que tus puntos de apoyo cambiaban era señal de que el destino siempre estaba cambiando, o sea, que no existía tal cosa como el destino... Pero otras veces sin emargo, todo parecía tan escrito... A veces el presente, o lo que en tu pasado era tu futuro, parecía un traje hecho a medida...

Era de noche aún. Dicen que la noche es más oscura justo antes de amanecer, pero esa noche llevaba oscureciendo más y más a cada momento que pasaba, y sin embargo, la cara luminosa del Sol no salía. El techo del mundo, como llamaban al cielo algunos aldeanos que él habría conocido, quizás hace mucho, quizás hace poco, marcado con puntos blancos, unos más grandes, unos casi invisibles, algunos brillantes como los ojos azulados de una muchacha de cabello moreno, parpadeaban en esa tela azul oscura casi negra como lo hacían los ventanales del comedor de un gran castillo en una noche de celebración. Sin embargo, el cielo nocturno, cuando se presentaba de esa manera, era omnipotente, poderoso, y daba pena dejar de mirarlo, como... Como a los ojos azulados de una muchacha de cabello moreno. Las fiestas de los grandes castillos producía el efecto contrario: era algo que cualquier persona en su sano juicio desearía evitar.

El joven, el caballero destinado a la gloria, a una princesa, se citaba con la bóveda a la mínima señal que diese de tornarse oscura, con pecas blancas. Con prisa, salía de dónde estuviese, evitaba toda luz terrenal, montaba a Respuesta mientras la acariciaba con las manos, sus brazos rodeándola el cuello musculado, y, a todo galope, los dos huían al punto más solitario y céntrico de la llanura más lejana de poblacion posible. Algunos buscaban cálidas posadas o cálidas y morenas posaderas para pasar la noche. Él y Respuesta huían a la soledad y calma nocturna. Él fumaba delicioso tabaco de pipa y pensaba, y, ella, Respuesta, se acomodaba cerca suyo, o dónde hubiese agua. La encanta el agua.

Parecía que todo se parase, ni un sonido alarmante ni humano, más que su respiración al exhalar e inhalar un humo denso y de color azúl pálido al ser alumbrado por la luna, la respiración del aire y de Respuesta, el sonar de los hierbajos al pisar sobre ellos cuando sus piernas estaban entumecidas y agarrotadas, algún que otro relinchar de Respuesta... Pero claro. Todo esto era lo normal. Y esta noche, no era lo normal, si no, no estaría apunto de relatarla.

Desde el árbol solitario en el que habían pasado toda la tarde, Respuesta se encontraba dando vueltas al lago que tanto la atraía, y mientras él le daba vueltas a su indomable destino de rostro desconocido, el horizonte brillaba con luz naranja, perfilando la montaña que ocultaba una aldea, cuya proyección de luz era tan discordante con la inmensidad negra. Acababa de volver de una decepcionante partida hacia otro lugar, lejano a él mismo que ésa noche alumbraba. Su intención de fugarse a otro lado lejano al árbol y la laguna que tan vistos habían tenido ya ese día se había visto frustrada por la existencia del dichoso poblado que ahora iluminaba anaranjado. Ellos querían estar alejados de cualquier poblado cuando estuviese establecida la noche, y al descubrir el poblado que tan desapercibido les había pasado por la mañana y por la tarde por la ausencia de luz propia ya siendo entrada la noche, decidieron dar media vuelta y pasar la tenebrosidad consecuente al atardecer, ahí, en ese árbol, cercano a esa laguna. Como ya he escrito unos párrafos arriba, la noche parecía infinita. Algo consternaba al caballero. Algo que no tenía nombre. Insomnio quizá fuera el más apropiado. A Respuesta no le ocurría lo mismo, pues yacía tranquila desde hace ya una considerable cantidad de tiempo. Todo estaba silencioso, hasta que, recostado en el tronco más grueso del árbol, con el torso desnudo, nuestro caballero pensativo vio interrumpidos sus vanos pensamientos de madrugada por lo que le pareció ser gritos. ¿Gritos? Sí, eran gritos lo que habían callado los pensamientos en su cabeza ni joven, ni madura, y se habían superpuesto a esa voz que, decidida y suave le hablaba a nuestro caballero desde un rincón pernocta de su cabeza. Se habían superpuesto los gritos dentro de su cabeza como se superpone el aceite al agua. Tanto espacio habían ocupado dentro de su cabeza esos gritos de origen desconocido pero tan obvio para vosotros, mis inteligentes pero selectos lectores, que sin pensarlo, nuestro caballero, de momento protagonista de ésta mi historia, la cuál ni yo sé el final, sin darse cuenta apenas, se puso de pie. Instintivamente. Para él, al contrario qué para vosotros, no estaba tan claro de dónde venían los gritos. ¿Qué boca o bocas los exclamaban de manera tan rota? ¿Por qué motivo? No parecían consecuencia de un buen motivo. Rara vez la gente gritaba de emoción, ¿o no era gente la fabricadora de tal omnipotente ruido, que también se había superpuesto al calmado silencio de la noche? La respuesta era incógnita para él hasta que fue demasiado obvia. ¿Cuándo lo fue para nuestro protagonista? Cuando vio la luz de lo que, muy probablemente eran antorchas acercándose a toda velocidad, bajando la montaña, que había perdido esa iluminación anaranjada y discordiante suya de hace escasos momentos. ¿Por qué? Parecían claras dos cosas: los chillidos eran humanos, y no sólo de humanos, si no que eran de humanos que corrían despavoridos colina abajo abandonado la comodidad de las hogueras, la calidez de sus amantes, de sus camas de acolchada paja... Parecían humanos que gritaban de terror. Respuesta, como a su compañero y nuestro protagonista, también le alteraron los chillidos, y, de un salto, se puso en pie, incómoda, inquieta.

¬ ¿Qué es? ¬ inquirió con tono juguetón a la yegua el humano.

Y ella no respondió con nada más que inquietud, y eso también inquietaba al caballero.

Observando al horizonte y a las alteradas llamas que se acercaban cada vez más a su posición, el temor y la intriga dentro de los dos aumentaba por momentos. Una llamarada inmensa, de proporciones de pesadilla, cruzó la negrura del cielo, abrasó el frío, y acabó de romper con la calma de nuestro protagonista, y de Respuesta no se sabrá nada hasta dentro de un poco, pues, lectores, estalló a correr y se perdió en la negrura irrumpida de la noche. Nuestro protagonista giró la cabeza, preocupado, desesperado, y quiso gritar ¡RESPUESTA! pero no le salía la voz. Todos sus sentidos estaban pendientes del origen y la razón de esa enorme lengua de fuego que había absorbido la oscuridad tranquila y pacífica de la noche, y había, ni mucho menos, separado a Respuesta de él. Mirando al cielo, oyo otro estruendoso grito.

Éste no era humano, y era demasiado monstruoso para ser animal.